domingo, marzo 10, 2024

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lunes, enero 22, 2024

Asociaciones. Alas


 

miércoles, enero 10, 2024

Sucesos inesperados

 Voy a contaros en forma de relatos breves una serie de acontecimientos, recogidos de distintos testimonios, que ocurrieron de forma imprevista y que me resultaron sorprendentes por algún que otro motivo. La mayoría de ellos han llegado a mí descritos por los propios protagonistas, pero también ha habido alguno presenciado por un espectador anónimo que se encontraba allí en el momento oportuno. Por proceder de distintas fuentes me parece importante citar, en cada caso, al narrador del suceso.

Además de dar forma a los diferentes relatos, he intentado recrear cada uno de ellos mediante una imagen, añadiéndoles ese grado de subjetividad derivado de mi imaginación. 

¿La sincronía existe?

Contado por: Raúl, un transeúnte ensimismado 

 


Me llamo Raúl y soy uno de esos anónimos habitantes de una ciudad de provincias. Me considero una persona muy rutinaria a la que le complace tener bien organizada la agenda. Me gusta levantarme temprano, todos los días a la misma hora, aunque no tenga que ir a trabajar, desayunar mientras escucho las noticias de la radio y desplazarme en mi coche hasta mi lugar de trabajo, una empresa ubicada en un polígono industrial de las afueras.

Los sábados por la mañana después del desayuno suelo salir a dar un paseo por las calles de mi ciudad, recorriéndolas tranquilamente sin otra compañía que mis pensamientos.

No tengo un itinerario establecido previamente, mi única premisa es buscar calles poco concurridas en las que poder encontrar algún otro transeúnte al que poder observar fugazmente, para posteriormente fabricarle una vida ayudado por mi imaginación. De esta manera mi recorrido resulta muy ameno y siempre aparece alguien, tarde o temprano, con quien poder fantasear. 

Recuerdo especialmente lo que ocurrió en uno de esos paseos: 

Caminaba por una calle estrecha y larga, que siguiendo el trazado ortogonal del barrio desembocaba perpendicularmente en otra de similares características, pero algo más ancha, en la que la fachada de una de las casas, recortada sobre el fondo, parecía un escenario.

Y allí estaban, como interpretando una escena o posando para una fotografía, una pareja en sorprendente simetría mirándose con total naturalidad.  Su sincronía se acrecentaba porque también los animales que los acompañaban, parecían haberse puesto de acuerdo en sus posturas y en sus miradas coincidentes. 

Me detuve poco antes de llegar y semioculto en la entrada de un portal observé disimuladamente la imagen que parecía congelada. Solamente percibí que pestañeaban al unísono tanto los gatos como la pareja, quienes también apretaban lentamente sus brazos entrelazados.

Cuando pasé junto a ellos seguían inmóviles, ajenos a lo que pudiese pasar a su alrededor y quise pensar que no se conocían, que fue un encuentro azaroso y que tal vez aquello de que cada uno tiene su alma gemela sería cierto y ellos estaban allí para demostrarlo.

Emocionado con mi propia historia y ajeno a todo lo demás, no quise fijarme en que en la acera de enfrente una gran cámara sujeta a un trípode dirigía hacia ellos su objetivo, ni tampoco en que al alejarme escuché el eco de una voz que decía: Corten!! Lo tenemos!


El pasatiempo

Contado por: el gato Melón


Soy el gato Melón porque así me llamó mi compañero Matías (me niego a llamarlo amo) cuando me recogió en el mercado, un sábado por la mañana de un mes de junio, hace ya tres años.

Cuando Matías llegó al mercado, era ya tarde y los puestos estaban en su mayoría cerrados. La basura, formada sobre todo por restos de frutas y verduras que ya no podrían ser vendidas dada su avanzada madurez, se acumulaba en el suelo esperando a que llegase el camión que la recogería sin dejar rastro.

A mí me encantaba entonces merodear por aquellos montones de basura y a pesar de que no solía encontrar algo apetecible (no soy vegetariano), disfrutaba de los olores que desprendían ciertas frutas, siendo el melón mi preferida, aunque entiendo que esto resulte algo paradójico. Tal vez fue esta la causa de que al encontrarme Matías ese día tumbado panza arriba entre los restos de dichas frutas, tuviese la idea de llamarme con ese nombre: Melón.

Mi compañero Matías es un hombre muy casero que en cuanto llega a casa se calza las zapatillas y el pijama y se sienta plácidamente en su sillón, no sin antes proveerse de libros, periódicos y cuadernos que deposita en una mesita cercana para no tener que levantarse en un buen rato. Allí sentado pasa las horas leyendo y haciendo lo que él denomina “pasatiempos”. Me suele contar de una manera automática lo que va haciendo en cada momento, por ejemplo, me dice: Melón voy a leer algo de poesía que estoy melancólico o mientras resuelve un pasatiempo, le escucho susurrar: hoy no va a haber sudoku que se me resista.

Yo me subo de un salto al sillón y me siento sobre sus piernas, a pesar de que el espacio sea un poco reducido y muchas veces no le vea la cara porque su lectura se interpone entre nosotros. No me suele interesar lo que en sus páginas aparece, porque tampoco lo entiendo, y me voy acurrucando hasta dormirme, ajeno por completo a su entretenimiento.

Sin embargo, el otro día ocurrió algo que llamó de pronto mi atención. En una de las páginas- barrera (como yo las llamo) pude ver algo muy similar a un gato como yo. No era exactamente igual a la imagen que tengo de mí mismo, que algunas veces he observado en el espejo, pero era tan parecido. ¿Qué estaría tramando Matías? ¿Sería su forma de comunicarme algo? Mi respuesta inmediata fue adoptar idéntica posición a ese gato silueteado con insistentes líneas rojas. Estuve así un rato sin moverme esperando su reacción, hasta que Matías cerrando su cuaderno de pasatiempos, me empujó suavemente con él y me dijo: Ale vamos a comer! 

Ahora, cuando me subo a sus piernas en lugar de sentarme inmediatamente sobre ellas, me quedo en esa postura algo incómoda que aprendí del cuaderno de pasatiempos: de pie con la cabeza levantada y la boca semiabierta, hasta que Matías me acaricia el lomo y me dice: Melón no sé qué te pasa de un tiempo a esta parte, anda siéntate y duerme un rato. 

Creo haber entendido lo que quería decirme. 


Fuera de pantalla

Contado por: Marc


Me llamo Marc y soy de Barcelona, ciudad donde vive mi familia y en la que suelo pasar, al menos dos meses al año, ya que no me gusta permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Mi trabajo como diseñador de videojuegos, me permite este ritmo de vida ya que puedo teletrabajar desde cualquier sitio. 

Las pantallas comenzaron a ser mi universo desde niño. Con siete años tuve mi primer ordenador compartido con mi hermano, aunque era yo quien lo utilizaba casi exclusivamente. Él siempre fue, por decirlo de algún modo, más “analógico”. Como gran aficionado al cómic y a las novelas de aventuras se pasaba las horas leyendo, mientras yo no me despegaba del teclado.

Mi primera plataforma de videojuegos fue el ordenador, interactuando con el teclado o el ratón para disparar a extraterrestres invasores o, en modo más pacífico, ordenar las piezas del famoso Tetris. Más tarde, alrededor de los doce años, descubrí el mundo de las videoconsolas gracias a mi mejor amigo y vecino Enric. La proximidad del colegio a nuestras casas facilitó que pronto pudiésemos volver solos y con la excusa de estudiar juntos pasábamos en su casa la mayoría de las tardes. Mi amigo era para mí un privilegiado que disponía de todos los avances tecnológicos concentrados en su habitación, lo que, unido a la gran permisividad de sus padres, posibilitaba que todas las tardes las dedicásemos casi exclusivamente, a nuestra común afición.

El primer juego que nos enganchó en su recién estrenada consola Nintendo fue el conocido Súper Mario Bross, quien nos mantuvo pegados a nuestros asientos con sendos joysticks, quemando las tardes mientras competíamos por hacernos con el triunfo. Gracias a nuestros auriculares podíamos subir el volumen al máximo y eran nuestras voces lo que más se escuchaba. Sin embargo, al estar solos en casa, ya que sus padres trabajaban por la tarde y Enric tampoco tenía hermanos, nadie podía reprendernos. 

Mi amigo era muy inteligente y a pesar de no dedicarle mucho tiempo al estudio sacaba buenas notas, cobrando su recompensa de niño consentido mediante el regalo de los últimos videojuegos que iban apareciendo en el mercado. 

Así pasamos esos años de colegio totalmente enganchados a nuestro universo virtual. Afición que se mantuvo más tarde cuando fuimos juntos al instituto. Época en la que probamos juegos de todo tipo, militaristas con tramas enrevesadas, de futbol e incluso fuimos partícipes del paso de las sagas míticas del 2D al 3D.

En mi casa, aunque no tenía videoconsola, jugaba en el ordenador al juego de Los Sims que contaban había nacido de una idea peculiar ¿Qué verías en una casa de muñecas si levantases el tejado para curiosear? Aunque más que un simulador de casa de muñecas era en realidad un complejo simulador de vida. 

Al terminar el instituto, mi amigo Enric se marchó a estudiar a una universidad fuera de España y yo me quedé en mi ciudad, empeñado en cursar aquellos estudios que me permitiesen en el futuro dedicarme profesionalmente a la creación de videojuegos. Me matriculé en un centro adscrito a la Universidad de Barcelona que fue pionero en ofrecer una formación relativa al desarrollo de los mismos.

Allí pude aprender los conocimientos que más tarde me permitirían hacer realidad ese sueño que había mantenido desde niño. 

Me ayudó también a relacionarme con otros compañeros con intereses similares a los míos, con los que trabajando en equipo elaboramos algunos juegos para consola, móvil y Pc, ganando incluso un premio.

Antes de finalizar el último curso pude realizar las prácticas en una de las empresas que tenían convenio con mi escuela. Guardo muy buenos recuerdos de aquellos meses en los que completé mi formación y que fueron mi trampolín para pasar pronto al mundo laboral.

Después de recorrer varias empresas y de adquirir la experiencia necesaria, pude montar una empresa junto a mi antiguo amigo Enric. Él había cursado estudios similares a los míos y ambos seguíamos compartiendo lo que nos unió desde niños: la pasión por los videojuegos. 

Nuestra idea era la de crear una empresa en la que ambos pudiésemos teletrabajar, lo que nos permitiría no anclarnos a un lugar fijo. Después de unos meses se materializó nuestro proyecto, compartiendo en ocasiones el mismo espacio o haciéndolo cada uno de manera independiente, aunque siempre conectados.

Nos repartíamos los distintos trabajos que nos surgían considerando en lo posible las preferencias de cada uno. A Enric le gustaban sobre todo los videojuegos de acción y deportes. Yo prefería los Arcade, donde el usuario debía superar pantallas para seguir jugando, imponiéndole un ritmo rápido y tiempos de reacción mínimos. También los de estrategia y aventuras que exigían una mayor concentración para superar al contrincante.

Aunque pasaba frente al ordenador prácticamente todo el día, disfrutaba de esa realidad paralela que yo mismo era capaz de crear y manipular a mi antojo haciendo posibles mis fantasías. Mi trabajo me ha conducido a un estado de ensoñación casi permanente, que me ha hecho vivir situaciones tan insólitas como la que ahora paso a contar.

Estaba en pleno proceso de creación de un juego de aventuras que se desarrollaba en una isla en la que sus habitantes se habían visto forzados a vivir como supervivientes de un naufragio. Cada día que pasaba les gustaba más su nueva vida y ya no deseaban ser encontrados, sino todo lo contrario. Su estrategia era ahora mimetizarse al máximo con el terreno para ocultar su presencia cuando los buscasen. Se movían desnudos por la pantalla buscando la mejor manera de esconderse, sabiendo que, aunque cada vez sería más difícil llegar hasta el final, valía la pena, porque quien lo hiciese tendría el paraíso asegurado.

Pusieron tanto empeño en ocultarse que al sentir el sonido de una avioneta sobrevolando la isla no dudaron algunos en traspasar los límites de la pantalla invadiendo mi estudio. Sentí su presencia con tanto grado de realidad que pasado el incidente tuve que contarlos para ver si alguno aún seguía escondido en mi habitación.

Maleta sorpresa

Contado por: Joan y Pere


Nos llamamos Joan y Pere, ambos somos fotógrafos y vivimos en Barcelona. Nos conocimos en un viaje que hicimos a las Azores hace ya siete años, cargados con nuestros equipos fotográficos y con muchas ganas de aventura. Ambos como FreeLancer que éramos (y seguimos siendo) perseguíamos el mismo objetivo: conseguir un reportaje que poder vender o con el que hacer alguna exposición.

El tipo de fotografías que hacíamos era muy diferente. A Pere le encantaba fotografiar paisajes y había trabajado sobre todo en periodismo. Era un fanático del objetivo gran angular con el que podía ampliar el ángulo de visión para obtener magníficas panorámicas.

A mí me gustaba utilizar sobre todo el teleobjetivo que me daba la posibilidad de fotografiar personas alejadas, que al no sentirse en el punto de mira de la cámara se desenvolvían con total naturalidad. También me encantaba el objetivo macro porque me permitía acercarme tanto a esa realidad que tenía delante que podía captar su esencia más profunda.

Lejos de competir nos admirábamos el uno al otro y nuestra relación se fue afianzando de tal manera que a la vuelta del viaje decidimos irnos a vivir juntos. Conseguimos hacer una exposición conjunta en la Fundación Foto Colectania que obtuvo muy buenas críticas, lo que propicio que pudiésemos seguir viviendo de nuestra pasión, la fotografía, aunque en ocasiones tuvimos que combinarla con trabajos eventuales.

Nuestro objetivo era ahorrar para visitar Tailandia, lo que pudimos hacer al cabo del tiempo. El viaje lo teníamos muy planificado y nos habíamos marcado un recorrido por las diferentes islas, donde podríamos disfrutar de los paisajes, la comida y sobre todo hacer muchas fotografías.

El viaje finalizaría en Phuket una pequeña cala ubicada en la península de Koh Phi Phi, donde visitaríamos la playa de los monos. Allí podríamos acceder en barco y ocupar nuestro día en realizar un gran reportaje como remate final del viaje.

Llegamos hasta la playa tras una corta travesía y cargados con nuestras mochilas nos dirigimos caminando hasta la cala. En una de ellas llevábamos las cámaras y la otra estaba destinada a ropa y algunos alimentos que nos pudiesen hacer falta a lo largo del día.

Los monos estaban por todas partes, nos asediaban al caminar y cuando nos dispusimos a comer casi no pudimos hacerlo porque nos arrebataban la comida allí donde estuviera, incluso de nuestras manos. Al final desistimos de seguir comiendo y aprovechamos para captar instantáneas de los simpáticos monitos que no paraban ni un momento.

A última hora de la tarde cogimos el barco de vuelta y nos dirigimos al hotel para hacer el equipaje ya que regresábamos al día siguiente. Llegamos tan cansados que las mochilas quedaron allí medio abiertas, sin sacar todo su contenido, y las maletas preparadas, pero sin cerrar para poder meter por la mañana alguna cosa de última hora.

El viaje de vuelta transcurrió mejor de lo que esperábamos, sin retrasos ni ningún problema en el aeropuerto. Llegamos a nuestra ciudad después de casi quince horas de viaje y a pesar de tener que realizar varias escalas no recogimos nuestras maletas hasta llegar a Barcelona. Una vez en casa caímos rendidos hasta la mañana del día siguiente.

Cuando ya levantados, aunque un poco groguis aun por el Jet Lang, nos dispusimos a abrir las maletas y sacar el equipaje, escuchamos un agudo ronroneo procedente de una de las maletas. Al abrirla con cierto recelo vimos como la ropa que estaba en la superficie tenía un ligero abultamiento que se desplazaba con lentitud modelando su relieve. Asustados y perplejos no éramos capaces de reaccionar ni de mover la ropa para adivinar que se ocultaba debajo. De pronto tras un gritito más agudo vimos como asomaba la cabeza un monito, que fue emergiendo de una sudadera por el hueco de la cremallera entreabierta, hasta sentarse y saludarnos levantando los brazos a la vez que nos hacía burla sacando la lengua.

De un salto se enganchó al cuello de Pere restregando la pelona cabecita por su barbilla. Estaba claro que el monito tailandés sería desde ese momento uno más de la familia.

Muchas veces nos hemos planteado la hipótesis de como nuestro Poquet (así se llama) llegó hasta aquí encerrado en la maleta. Pensamos que pudo meterse en una de las mochilas el último día de nuestro viaje cuando visitamos Phuket y de esa forma llegó hasta nuestro hotel. Por la noche saldría de la mochila y se acomodaría en una de las maletas, entre la ropa y…una vez cerrada la maleta …rumbo a España.

No lo vieron en los controles del aeropuerto cuando facturamos la maleta, debieron confundirlo con un peluche…oh…no sabemos.

El caso es que se ha acomodado muy bien a su nueva vida y cuando Pere va al mercado lo primero que compra son los mejores plátanos que encuentra para nuestro Poquet

Después de la lluvia

Contado por: dos flamencos


Somos una pareja de flamencos cartageneros que vivimos en una de las salinas en torno al Mar Menor, más concretamente en las Salinas de San Pedro del Pinatar. Aquí llevamos casi la mitad de nuestra vida, cerca de veinte años. Durante este tiempo hemos visto como este paraje se ha ido deteriorando y ligado a este hecho nuestra población ha ido disminuyendo poco a poco.

Nosotros nacimos en las Salinas de Marchamalo, otra de las salinas situada al comienzo de la Manga, más cerca de Cabo de Palos. Allí vivimos bastantes años, pero tuvimos que emigrar ya que cada vez encontrábamos menos alimento, debido a la irregularidad hídrica y también a que pronto se empezó a llenar de gente paseando, en ocasiones, con perros sueltos que nos atemorizaban.

No obstante, volvimos allí durante la época de la pandemia, debido a la ausencia de humanos confinados por el estado de alarma. Fue entonces cuando recobramos un territorio tranquilo en el que ni siquiera se escuchaban los molestos ruidos de los coches. También hubo una explosión de insectos en el agua, seguramente por la baja salinidad del agua ya que el paraje estaba semiabandonado y nadie se preocupó de desaguar la laguna tras las intensas lluvias del invierno y la primavera. Estas circunstancias nos permitieron vivir una de las mejores épocas de nuestra vida ya que teníamos abundante alimento y mucha tranquilidad.

Sin embargo, cuando llegó la normalidad para los humanos nuestra situación volvió a empeorar y regresamos a las Salinas de San Pedro del Pinatar, que nos ofrecían mejores condiciones de vida y en las que seguimos viviendo.

En las épocas de crianza, entre finales de febrero y principios de marzo, siempre hemos buscado en ese entorno zonas alejadas e inaccesibles para construir nuestros nidos y así preservarlos hasta el mes de julio en el que nuestras crías salían ya volando.

Nunca hemos sido muy viajeros, aunque si nos complace la visita de otros flamencos que llegan de distintos lugares como Elche, Albacete e incluso Francia, y que suelen permanecer aquí cortas temporadas, aunque esto sucede cada vez menos.

Nuestra laguna se ha ido deteriorando y cada vez es más difícil sobrevivir en ella. Desde que nuestro pequeño trocito de mar comunicó hace ya bastantes años de manera artificial con el inmenso Mar Mediterráneo, nuestra biosfera se ha ido transformando poco a poco, los fondos marinos ya no están limpios, hay mucha contaminación debido a los vertidos agrícolas y han desaparecido muchas especies que antes eran nuestra fuente de alimentación. También la temperatura del agua ha subido considerablemente y se ha alterado su salinidad.

Con este panorama cada vez somos menos los habitantes de este mar tóxico que antes fue un edén.

A pesar de que siempre sentimos recelo respecto al humano, sobre todo si es ruidoso e invasivo y no respeta nuestros espacios, con el paso del tiempo nos fuimos acostumbrando a la presencia de uno de ellos. Era un tipo silencioso que caminaba a diario siguiendo siempre el mismo recorrido. Iba despacio, bordeando la laguna sin apenas hacer ruido, seguramente para no molestarnos con su presencia. En ocasiones se detenía y nos observaba durante un rato, sentado en un minúsculo taburete que a su vez hacía las veces de bastón. Su presencia no nos incomodaba en absoluto, ya que a diferencia de otros de su misma especie pasaba totalmente desapercibido fundiéndose con el paisaje.

 Para nosotros formaba ya parte de ese entorno en el que cada día se hacía más evidente el deterioro. Con el paso del tiempo, también su actitud pareció aclimatarse a este cambio, lo veíamos cada vez más taciturno, con expresión triste y ademanes cansados. Ahora pasaba más tiempo sentado en su taburete, contemplando el paisaje con semblante lánguido y tristón y en ocasiones nuestras miradas se cruzaban estableciendo un breve contacto visual.

Gracias a su actitud, poco a poco fue ganando nuestra confianza acortándose la distancia entre nosotros. Sin embargo, todavía pasaría algún tiempo hasta conseguir un acercamiento más íntimo, lo que sucedió de manera imprevisible uno de esos días.

Nuestro visitante llegó a media mañana. Hacía un rato que había cesado la lluvia, aunque el cielo continuaba de un tono gris plomizo amenazando tormenta. Con aire cansado, después de dar un corto paseo, se descalzó y se sentó en el taburete, dejando su calzado junto a él. Al momento lo escuchamos sollozar débilmente y observamos como al ir aumentando su lloro, de sus ojos cerrados salía un abundante mar de lágrimas. Sentimos entonces la necesidad de estrechar la distancia que nos separaba y nos fuimos aproximando hasta rozar nuestros cuerpos, sumergiendo las patas en las cálidas lagunas de lágrimas que se habían formado en el interior de sus botas.

Al notar nuestra presencia tan cercana poco a poco sus sollozos fueron remitiendo al tiempo que crecía un fuerte vínculo entre nosotros. Nunca pensamos que esto pudiese suceder con un humano, pero así fue. Desde entonces estamos atentos y cuando lo vemos cada día acercarse a la laguna nos unimos a su paseo y aunque caminamos en silencio, es suficiente para comunicarnos.

Lo que trajo el viento

Contado por: Marcelo el porteño


Me llamo Marcelo y soy argentino, más concretamente “porteño”. Allí nací, hace ya treinta y muchos años, aunque llevo más de la mitad de mi vida viviendo en Valencia. Mis recuerdos bonaerenses me trasladan a la casa en la que viví hasta que con mis padres me trasladé a España. Estaba situada en el antiguo barrio portuario de La Boca, el que decían fue la cuna del tango, habitado en su mayoría por inmigrantes de distintos orígenes. Se trataba de un entorno muy animado en el que podías encontrarte al caer la tarde parejas bailando frente a los restaurantes esperando una propina. En sus calles jugábamos al futbol, orgullosos de nuestra Bombonera, el estadio del Boca Junior, que se convertía en un hervidero los días de partido.

Mi padre era inmigrante griego y mi madre era una auténtica porteña. Él había nacido en Parikia, una pequeña ciudad costera de Grecia, donde trabajó de soldador en un taller desde muy joven. Cuando el negocio cerró y se quedó en la calle decidió abandonar su tierra y marchar a Buenos Aires, animado por un primo suyo que había emigrado unos años antes y trabajaba en una empresa del astillero. Fue allí donde también mi padre encontró trabajo y estuvo más de diez años, hasta que el fantasma del cierre volvió a aparecer y esta vez fue a España donde partió, en esta ocasión acompañado por su familia.

 Mi niñez fue una etapa feliz, sin problemas, en la que disfrutaba jugando al futbol con mis amigos, saliendo de excursión, viendo horas y horas la televisión y siendo un alumno que nunca tenía que estudiar en verano asignaturas suspensas. En mi barrio había un único colegio público donde nos juntábamos la mayoría de niños, pero al finalizar esta etapa escolar nos desperdigábamos por distintos centros más o menos alejados para cursar la secundaria. Era difícil, por tanto, volver a coincidir todos y ese cambio en el comienzo de la adolescencia supuso para mí un auténtico drama.

 El instituto de educación secundaria que eligieron mis padres estaba muy cerca de la panadería donde entonces trabajaba mi madr, así, al menos al principio, podría irme acompañado por ella y todo resultaría más fácil. Sin embargo, no coincidí con ninguno de mis antiguos amigos, a los que ya solo podía ver los fines de semana y poco a poco mi carácter fue cambiando y me convertí en un muchacho introvertido.

Aunque mi rendimiento escolar había bajado respecto al colegio, seguía aprobando todas las asignaturas para complacer las exigencias de mis padres, pero las clases me aburrían y me sentía desmotivado. Para paliar el tedio que me consumía me dedicaba a dibujar, siempre que podía, personajes inventados en los que descargaba todas mis emociones.

Mi timidez me impedía integrarme en los distintos grupos de clase porque tampoco encontraba un vínculo que me ayudase a hacerlo. Mis padres estaban muy preocupados y en una de esas reuniones mi tutor les dijo que sería muy positivo que me apuntase a alguna actividad extraescolar que me resultase atractiva y así conseguir motivarme y también poder hacer amigos con intereses comunes a los míos.

Casi por complacerlos me inscribí en un taller de comic dos tardes a la salida de las clases. El taller duraba dos horas y lo impartía un tipo con pinta estrafalaria, muy delgado con una perilla pelirroja, que incitó mi curiosidad desde el principio.  No era profesor del instituto sino un dibujante de comic que, aunque había conseguido publicar algunas de sus historias, no le daba lo suficiente para poder vivir por lo que impartía también talleres y realizaba ilustraciones por encargo.

Su taller me gustó mucho desde el principio porque en él no solo dibujábamos, sino que mientras lo hacíamos a veces nos soltaba frases del tipo:  ..”muchachos las ideas son como moscas volando a tu alrededor que hasta que no les das un manotazo y las estampas en la mesa no son tuyas”.

Siempre nos decía que la técnica la podíamos aprender con mayor o menor esfuerzo, pero que, si después no teníamos nada que contar de poco nos había servido aprenderla, por eso más que enseñarnos a dibujar su objetivo era ayudarnos a plasmar nuestra imaginación en el papel.

Cuando ya llevaba unos meses me decidí a enseñarle al profesor los dibujos de los personajes que había estado haciendo desde que llegué al instituto y quedó fascinado, lo cual evidentemente, viniendo de una persona a la que admiraba, hizo que aumentase mi autoestima.

Gracias a aquel taller había encontrado amigos con intereses comunes con los que incluso compartía muchas mañanas de sábado, en las que nos reuníamos con el profesor para hacer distintas actividades, como la de dibujar al aire libre en un parque muy grande que había cerca del instituto.

Cuando ya parecía que mi vida había entrado en una nueva etapa, un día de marzo cuya fecha recuerdo porque fue una semana después de mi cumpleaños, mis padres con semblante muy triste me comunicaron lo que para mí fue la peor de las noticias: después del verano nos iríamos de Buenos Aires. La multinacional donde trabajaba mi padre cerraba definitivamente y le habían ofrecido trabajo en una filial española con sede en Valencia, mejorando incluso su salario. De aquella mi madre ya no trabajaba tampoco en la panadería por lo que era la única solución.

Llegué a Valencia con quince años y mi vida transcurrió mejor de lo que había imaginado. Terminé la secundaria, estudié BBAA y terminé siendo profesor de Dibujo compaginándolo con mi labor de dibujante de comics. Siempre llevé a Buenos Aires en el corazón y si bien mantuve el contacto con alguno de mis compañeros del taller, de mi querido profesor no volví a saber nada a pesar de que intenté localizarlo por distintos medios.

Sin embargo, a veces el azar te juega una buena pasada como fue mi caso…

Hace tres veranos me decidí al fin a viajar a Buenos Aires, viaje que había ido posponiendo por diferentes circunstancias. Quería hacer después una novela gráfica acerca de mi vida durante aquellos quince años que pasé allí, por lo que pensaba recorrer mi antiguo barrio, mi colegio y por supuesto mi antiguo instituto.

El último de los días quise revivir una de aquellas jornadas de sábado en las que con nuestros cuadernos de dibujo íbamos al parque con el profesor. Allí cada uno dibujaba lo que quería, la mayoría árboles centenarios, aunque yo prefería retratar a los personajes que me llamaban la atención.

Esa mañana hacía mucho viento, las ramas de los árboles se movían arrojando sus hojas al suelo. Caminaba absorto buscando un banco donde sentarme, cuando noté que mi bufanda alzada por el viento se había enganchado en algo. Al girar levemente la cabeza, en un gesto mecánico, no me podía creer lo que estaba viendo. Una larga barba gris se enroscaba en mi bufanda por la fuerza del viento y al levantar la vista reconocí a su dueño. ¡Era mi profesor! Estaba más envejecido, pero su mirada era la misma de entonces. Su antigua perilla pelirroja era ahora esa larga barba canosa, gracias a la cual nos habíamos encontrado de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a perder el contacto. A él dediqué mi novela gráfica cuando la publiqué el año siguiente. 

 Emoción incontrolada

Contado por: reloj de cocina


No tengo nombre, pero me podéis llamar reloj de cocina que fue como me llamaron cuando llegué a esta casa. En ella viven también otros de mi misma especie, pero dado que no podemos movernos, a no ser que compartamos habitación, nuestra vida es de completo aislamiento. Nuestros antepasados se comunicaban por el tic tac que hacían sus manecillas, pero desde que vivimos en la era digital, ya no se escuchan nuestras voces.

Llegué al que es ahora mi hogar, después de ser adquirido en una de esas macro tiendas en la que ya llevaba esperando bastantes meses. La primera vez que un comprador caprichoso se fijó en mí, tras observarme desde todos los ángulos posibles, me devolvió indeciso a la mesa, con mi consiguiente frustración.

Después de un tiempo en la sección de novedades, cuando ya quedábamos unos pocos y era más difícil que nos adquiriesen, nos trasladaron a otro lugar: la planta de liquidaciones, donde nos tuvimos que apretar en un estante junto con otros objetos, en auténtico desorden.

Aburrido y un tanto deprimido permanecía allí sumido en un obligado letargo, hasta que una tarde a última hora, cuando ya estaban apagando las luces y los altavoces anunciaban el cierre, escuché una voz junto a mí que decía: Nos vendría bien “éste” para la cocina. ¡Lo cojo! Supe que “éste “se refería a mi cuando al instante me dejaron caer en el carro de la compra, mezclado con otros objetos que peleaban por hacerse sitio en tan reducido espacio.

Sin embargo, desconfiado como soy, no fue hasta que avanzando por la cinta de la caja llegué a una de las bolsas de compra, cuando tomé conciencia de mi nueva situación, que ratifiqué al día siguiente al verme ya en mi nuevo emplazamiento: la pared de azulejos blancos de la cocina.

Esa misma mañana me insuflaron vida mediante un par de pilas, necesarias para el funcionamiento de nuestros corazones, desde hace ya varias generaciones. Nuestros antepasados analógicos poseían un mecanismo manual para poner en funcionamiento sus engranajes y esta acción de “dar cuerda”, qué había que hacer frecuentemente, era imprescindible para mantenerlos con vida. Ahora, con las pilas, el humano se puede despreocupar durante un tiempo de esa dependencia diaria.

Me considero afortunado por ser aun de esos relojes que yo llamo “con expresión”, me refiero a aquellos que aún conservamos nuestras manecillas. Pienso que el humano progresivamente nos ha ido simplificando y esa evolución para nosotros ha sido más bien una castración. Primero comenzaron eliminando algunos de los números, dejando que las manecillas tuviesen que adivinar donde señalar el lugar correcto, después les tocó desaparecer también a ellas y ahora muchas de nuestras pantallas se han reducido a luminosos escenarios digitales con demasiada información.

Las manecillas son mis brazos que, al estar en continuo movimiento, van expresando minuto a minuto mis emociones. Tengo momentos de euforia, cuando dan las 12 y coinciden en lo más alto, puedo aliviar mis tensiones al abrirlos en un ángulo de 180 grados y también reflejan mi cansancio, en el instante en que a las 6,30 caen desplomados.

Mi calendario de emociones lo desconocen los humanos que viven conmigo. Tampoco yo sé mucho de ellos porque pasan en el salón la mayor parte del día y únicamente suelen estar en la cocina por las mañanas durante el desayuno. Ese es para mí el mejor momento del día, cuando la habitación cobra vida. Ellos hablan, sus gatos maúllan reclamando alimento y de fondo, la radio con las noticias. Lo malo es que dura poco y al rato me vuelvo a quedar sin compañía.

A las 9,15 suelen terminar su desayuno, justo en el momento en que practico uno de mis estiramientos. Después, de nuevo a solas con mis pensamientos, que solo se ven interrumpidos cuando entra algún gato y me entretengo observando sus movimientos.

Una de esas mañanas estando allí reunidos, ella de pronto dijo: cada día me gusta más este reloj. ¡Pienso que quedaría mejor en el salón! Allí no tenemos ninguno y aquí en cambio podemos mirar la hora en la pantalla del transistor.

No me lo podía creer. Al fin iba a dejar de estar solo tantas horas al día, ya que no vería únicamente a los gatos, que estaban allí permanentemente, sino también a los humanos cuando estuviesen comiendo, descansando o viendo la televisión. En ese nuevo entorno tendría la distracción asegurada.

Al escucharlo no pude contener mi alegría y fruto de la emoción una de las manecillas salió volando, el 12 estuvo a punto de caerse de la esfera, moviéndose en un rítmico vaivén y el resto de números planeando como confetis con aire festivo por la habitación hasta aterrizar en la mesa. Mis humanos y también los gatos observaron atónitos el espectáculo y a pesar del aparente desastre recomponerme fue sencillo, ni siquiera tuvieron que recurrir a las instrucciones.

El incidente creo que sirvió para que tomaran conciencia de mi auténtica naturaleza y desde ese día noto que tanto ellos como los gatos me miran de otra manera. A mi antiguo nombre le he tomado cariño, así que sigo siendo reloj de cocina.

Un barrio de gatos

Contado por: un habitante


Me llamo Manu, soy estudiante de último año de veterinaria y vivo en un piso que comparto con otros tres compañeros de mi misma facultad desde que comenzamos nuestros estudios. Establecimos contacto a través de las redes sociales, en el verano previo al comienzo del curso y desde entonces seguimos juntos. Nuestro piso es pequeño, solamente tiene dos habitaciones, pero estas son amplias y tienen ventanas al exterior.

Vivimos en la periferia de Madrid, en uno de esos barrios en los que conviven edificios de los años setenta, como es el caso del nuestro, con otros más recientes que son como colmenas apuntando al cielo. Nuestra calle es una de las más concurridas. En ella se concentran sobretodo bares que han ido envejeciendo con sus propietarios, donde te sirven bocadillos y tapas en un ambiente que conserva el olorcillo de la castiza fritanga.

En un principio elegimos este lugar porque el precio de los alquileres era considerablemente más bajo que en el centro y realmente era lo único que nos podíamos permitir. Sin embargo, con el tiempo le hemos ido tomando cariño y nos sentimos muy a gusto. Aquí pierdes un poco el anonimato y terminas estrechando los lazos con sus moradores. Tus vecinos, al ser pocos, ya que el edificio únicamente tiene tres alturas, terminan conociéndote y te saludan cuando te los encuentras, como también lo hace el dueño de la frutería o el del bar cuando te sirve lo que él afirma ser la caña más fresca de todo Madrid.

Otro de los puntos a su favor es indudablemente la gran población gatuna que te encuentras cuando paseas por la calle. Son gatos de los que se ocupa una protectora que formaron hace unos años gente del barrio. Así como en otros lugares los vecinos se sienten molestos con su presencia, aquí conviven en perfecta armonía. La mayoría no son asustadizos y se dejan acariciar con total confianza.

También nosotros comenzamos a colaborar con la protectora a los pocos meses de vivir aquí. En un principio ayudando sobre todo al reparto de comidas y más tarde, al avanzar nuestros estudios, también en la clínica veterinaria.

Nuestra implicación fue aumentando hasta tal punto que prácticamente todo nuestro tiempo libre lo pasábamos en la protectora. Una de nuestras tareas más necesarias era encontrar casas de acogida en las que los gatos viviesen temporalmente hasta poder ser adoptados. Aunque algunos vecinos se ofrecieron, el número de hogares resultaba insuficiente y fue entonces cuando decidimos ofrecer el nuestro, sobre todo para aquellos que precisasen más cuidados.

De esta forma nuestra casa se fue llenando de gatos con los que convivíamos en perfecta armonía. La mayoría llegaban en bastante mal estado y necesitaban cuidados específicos, curas, medicinas etc, pero salían adelante y era muy gratificante ver como día a día iban mejorando.

Mi dedicación felina fue en aumento con el paso del tiempo y se convirtió casi en una obsesión. Establecí tal vínculo con ellos que cada día pasaba más horas en su compañía, ya fuese en la protectora o en casa. Dormía con ellos, jugaba con ellos, les ponía sus platitos de pienso en la mesa cuando comía solo e incluso imitaba sus maullidos en un intento de hablar su idioma.

En esa época una mañana me sucedió algo que aún recuerdo…

Era un sábado de principios de Julio. Aunque los exámenes ya habían terminado, yo no tenía, al menos de momento, planes de viaje y además los gatos me necesitaban allí, porque a pesar de que mis compañeros podrían ocuparse de ellos durante mi ausencia, mi vínculo había llegado a ser tan fuerte que me consideraba imprescindible para su supervivencia. 

El calor ya había comenzado a apretar y únicamente muy temprano o al anochecer se podía salir a la calle sin miedo a derretirse. Así que esos eran los momentos del día en los que aprovechaba para atender a mi colonia gatuna. Cargado con el pienso y las garrafas de agua recorría el barrio rellenándoles las toberas y comprobando que los refugios donde se cobijaban siguiesen en buen estado. Tardaba aproximadamente dos horas en terminar mi tarea. Al entrar en mi calle hacía una breve parada para tomar un café con unas cuantas porras en el bar de Paco y después volvía a casa.

Uno de esos días, cuando ya estaba llegando, en el comienzo de mi calle vislumbré a lo lejos que no estaba desierta, como era habitual dada la temprana hora. Aunque no podía precisarlo con exactitud me pareció ver a unas cuantas personas bailando en la acera. A medida que me fui acercando y con gran sorpresa, comprobé que todas ellas en mayor o menor medida se habían metamorfoseado en gatos. Una con gran apariencia felina se me acercó y al acariciarla ambos movimos nuestras orejitas peludas. Asomados a las ventanas de mi casa vi también a mis compañeros convertidos en teriomorfos que maullaban animadamente.

Mis amigos y mi psicólogo a los que se lo he contado, coinciden en que fue un episodio fantasioso que experimenté fruto de mi estado obsesivogatuno de aquellos días. Yo les sigo la corriente, pero lo que ellos no saben es que, en mi cabeza, oculto debajo del pelo, aún conservo el rastro de mis orejas peludas de cuando fui gato.

Necesito un cielo

Contado por Fátima (empleada de hogar)


Me llamo Fátima, soy marroquí y llegue a España hace cinco años. Una de mis mejores amigas había emigrado antes que yo y después de un largo periplo consiguió trabajo como empleada de hogar (aunque yo diría más bien criada) en Marbella, una ciudad costera de Andalucía, donde según me decía en sus cartas había muchos ricos y bastantes posibilidades de trabajo.

 Ambas habíamos aprendido algo de español en el último curso del instituto, lo cual nos facilitaba el acceso a un empleo. A menudo, cuando hablaba con ella, me animaba a que viajase hasta allí, donde podría trabajar, como ella, para los dueños de la enorme mansión, siempre necesitados de mucho personal de servicio.

Al fin me decidí y con lo que tenía ahorrado pagué mi viaje a Marbella y acudí directamente a la casa, donde mi amiga me había concertado una entrevista con la dueña, que me ofreció, a mí también, un trabajo de empleada de hogar. Mi salario, en un principio, sería como un trueque: ella me proporcionaría el alojamiento y la manutención a cambio de mi trabajo como interna los siete días de la semana. Allí tendría todo lo necesario para vivir, por lo que tampoco necesitaba disponer de algún día libre para salir y siempre habría algún rato, cuando hubiese realizado todas las tareas encomendadas, en el que podría pasear por el jardín que rodeaba la casa. Si estaban contentos conmigo, con el tiempo, podría cobrar algo de dinero para cubrir mis caprichos (así los llamó).

Acepté sin rechistar, entre otras cosas porque tampoco tenía dinero para volverme a mi país, con la esperanza de que las cosas mejorasen, intentando ver el lado bueno, dado el espíritu optimista que desde niña me ha caracterizado.

Cumplía mi trabajo lo mejor que podía, limpiaba las habitaciones, los múltiples cuartos de baño, sacaba brillo al suelo hasta parecer un espejo y así transcurrían todos, absolutamente todos los días de la semana. 

Aunque la casa estaba rodeada de un gran jardín, pocas veces podía salir a disfrutar del aire libre porque ni siquiera los domingos encontraba horas libres para hacerlo. Ese día eran muy frecuentes las visitas de los amigos y si salía al jardín era para ayudar a servirles la comida. Nuestra presencia allí, fuera de las tareas de servidumbre y disfrutando de un rato de ocio, hubiese afeado el entorno, por lo que era mejor que estuviésemos dentro de la casa mientras no nos necesitasen.

Fue en uno de esos domingos en que los señores y sus amigos, ya finalizada su comida y la sobremesa, dormitaban un buen rato en el jardín relajados sobre sus hamacas, procurándome a mí durante ese rato un merecido sosiego, cuando ocurrió un suceso que he guardado en mi memoria y que paso a contar…

El hecho sucedió en una de las habitaciones de la casa que se encontraba en el segundo piso. Se trataba de una estancia rectangular, bastante estrecha, que sobresaliendo del cuerpo del edificio quedaba exenta, como suspendida en el aire. La pared frontal era de cristal por lo que el paisaje que se veía detrás, formado por una pequeña parte del jardín y un sinuoso horizonte, se integraba en la habitación.

Era el lugar preferido por mi señora, para practicar yoga todas las mañanas. Carecía de puerta y en ella únicamente había una alfombra y una pequeña mesita donde tenía un hervidor, tazas y su colección de cajitas de infusiones.

Esa tarde de domingo fue una de las contadas ocasiones en las que pude colarme allí, puse en marcha el hervidor para prepararme un té muy caliente con hierbabuena y me senté en el suelo frente al cristal para contemplar el paisaje. 

Me llamaron la atención sobre todo las nubes que parecían danzar sobre la línea de horizonte. Eran muy blancas, de textura algodonosa, contrastando con un cielo de un color grisáceo. Al fijar la vista en ellas contemplé como avanzaban hacia mí en una especie de danza lenta, atravesaban el cristal, y se introducían por las paredes y el techo, dejando únicamente un rastro de gotitas de agua.

Me puse en pie, desplazándome lentamente por la estancia porque necesitaba acercarme a ellas, rozarlas y sentir su textura suave al introducir mis manos en su interior. En esta especie de ensoñación pasé un largo rato, desperté de ella cuando al mirar hacia el suelo vi que del hervidor salía un gran chorro de vapor que iba formando pequeñas nubes que flotaban en la habitación.

 Absorta en la contemplación del paisaje, no me había dado cuenta de que el agua debía estar hirviendo ya un buen rato y que incluso podría haber ocurrido un percance. Pero en esta ocasión, se impuso mi lado irracional y agradecí que el acontecimiento me hubiese procurado un rato de felicidad que duraría poco, porque al momento, ya escuché como me llamaban para encomendarme alguna tarea. Ni siquiera me dio tiempo de tomar el té, pero eso era lo de menos. 

El cuaderno

Contado por: Eva, una visionaria


Me llamo Eva y vivo en Jaca, una localidad de la provincia de Huesca que me resulta perfecta para realizar mi mayor afición: el senderismo. Me gusta perderme por caminos poco transitados en los que poder disfrutar del paisaje. En mis salidas, que suelo hacer en solitario, siempre llevo en la mochila una antigua polaroid, un cuaderno y un estuche con distintos útiles de dibujo.

Camino disfrutando del recorrido, atenta a lo que me rodea. Cuando algo me llama la atención, un paisaje, un árbol, una piedra, un insecto… necesito atrapar su imagen, fijarla antes de que desaparezca de mi retina. Para ello utilizo la polaroid (me encanta la estética de este tipo de fotografías), me detengo un rato para hacer un dibujo e incluso empleo ambos recursos para captar lo mismo.

Cada imagen la acompaño de la fecha, lo cual es muy importante para mí, porque me ayuda a llevar una especie de diario gráfico de mis paseos.

Fueron mis padres quienes de niña me inculcaron el amor a la naturaleza y me enseñaron a mirar la realidad con cierta subjetividad. Solíamos salir todos los domingos y mientras caminábamos, cada uno trataba de descubrir una imagen con la que sorprender al resto. Así por ejemplo mi padre decía: acabo de ver un señor calvo con la boca abierta en ese árbol y mi madre y yo mirábamos tratando de descubrirlo. Cuando cansados parábamos a descansar nos solíamos tumbar mirando al cielo y también allí dejábamos volar nuestra imaginación, tratando de encontrar formas en las nubes. 

Muchas de estas vivencias recuerdo que intentaba recomponerlas después haciendo dibujos en mi cuaderno, pero a veces sentía un poco de rabia al no recordarlas con la exactitud que me hubiese gustado. No sé si esto ayudaría más tarde a crearme la necesidad de fijar al momento las imágenes que me seguirían sorprendiendo en mis continuos paseos, mediante el dibujo o la fotografía.

Esta costumbre mía ha hecho que a lo largo de los años haya ido acumulando un gran número de cuadernos que he ido colocando ordenadamente en una estantería de mi habitación, en los que han quedado almacenadas un sinfín de imágenes. 

Cierto día que trataba de desplazar un poco la estantería para dejar espacio a una nueva mesa que había comprado, uno de los cuadernos en cuya portada ponía 2020 cayó al suelo. Sentí entonces una gran curiosidad por revisarlo, para recordar lo que viví ese año.

Al abrirlo observé como la mayoría de sus páginas estaban en blanco y únicamente figuraba la fecha. Esto tenía una explicación, ya que fue uno de los años en las que vivimos la dichosa pandemia del Covid19. Estuvimos un periodo de tiempo confinados y después se nos permitió salir unas pocas horas de casa. Solo entonces pude recuperar mis paseos, aunque más breves y sin alejarme mucho, pendiente del reloj debido al toque de queda.

Al caer el cuaderno, quiso la casualidad que una fotografía en la que había apuntado 16 de octubre, se desprendiese de su interior, lo que captó inmediatamente mi atención, invitándome a examinarla. En ella aparecía un paisaje otoñal en el que se veía un extenso campo donde se apilaban difuminados multitud de árboles vestidos con colores otoñales. La imagen estaba bastante desenfocada y la imprecisión de los contornos creaba un grado de abstracción que ayudaba a establecer diferentes interpretaciones. Me llamó especialmente la atención uno de los árboles situados en primer plano en el que pude ver algo más que un tronco.

Busqué entre las páginas del cuaderno la correspondiente a la fecha de la fotografía, por si ese mismo día hubiese realizado algún dibujo que me ayudase a definir mejor el recuerdo.  Y tuve suerte, ahí estaba reflejando el mismo paisaje, pero con algunas diferencias:  la imagen había cobrado nitidez, los árboles estaban perfectamente perfilados y para mi sorpresa, el que estaba en primer plano, mostraba ahora de una manera clara lo mismo que antes había creído ver en la fotografía: una imagen de mi misma fundida con ese árbol milenario, horadada por sus raíces saliendo de mi cuerpo. 

Este suceso imprevisto me hizo reflexionar y llegar a la conclusión de que esa subjetividad con la que desde niña aprendí a mirar lo que me rodeaba, siempre había sido para mí la auténtica realidad. 

  

domingo, diciembre 31, 2023

Asociaciones "Incursiones"


 

domingo, diciembre 24, 2023

Asociaciones. "Señales prohibidas"


 

sábado, julio 29, 2023

coneXiones