sábado, noviembre 26, 2022
martes, noviembre 15, 2022
La casa de los tatuados
El
edificio
Está situado
frente al mar, en una zona prácticamente deshabitada de las afueras de la
ciudad. Tras la aprobación de la Ley de Costas fue expropiado y una vez
desalojado, a punto estuvo de ser demolido. Por problemas burocráticos, esta
operación no llegó a llevarse a cabo, convirtiéndose en un edificio abandonado
más, habitado únicamente por los gatos de la zona. Fueron ellos los que abrirían
sus puertas a la primera persona que concebiría aquella construcción como un
futuro proyecto de vida, al que más tarde se iría uniendo gente con sus mismos
ideales.
El edificio, aunque de los años 70, estaba en
bastante buen estado, pero tenía un aspecto triste y vulgar. Pronto sus
ocupantes idearon la forma de que tomase vida y adquiriese una personalidad
propia, pintando en la fachada y otras partes del edificio, murales que
reflejaran su filosofía y su manera de entender el mundo. Su contenido
reivindicativo, así como su multiculturalidad, propiciaron el apoyo y
colaboración de colectivos que lo contemplaban como una forma de visualizar su
lucha.
De esta forma,
este proyecto que fue tomando vida de la mano de gente procedente de distintos
países y culturas, en su mayoría artistas, se convirtió en una joya artística,
punto de encuentro no solo de amantes del arte, sino también de turistas y
curiosos que viajaban desde distintos lugares atraídos por su particular
estética. Al convertirse en un reclamo cultural para la ciudad y ser propiedad
del Ayuntamiento, ya que había sido anteriormente expropiado, no solo no fue
demolido, sino que recibió una financiación para su mantenimiento.
El edificio consta de seis plantas y doce
viviendas. Cada una de ellas dispone de una pequeña terraza en cuya pared
frontal han pintado el retrato de la persona que la habita. Los retratos se van
renovando a medida que cambian los inquilinos.
Las viviendas
se comunican mediante una escalera interior y otra exterior y no disponen de
puertas, son espacios abiertos por los que transitar libremente. En la planta
baja se encuentran varios estudios dedicados a distintas disciplinas
artísticas: pintura, escultura, tatuaje…, también un luminoso salón de masajes
y varios locales sin un uso concreto.
En el sótano,
que antes fue garaje, no solo se imparten talleres artísticos sino que también
se realizan proyecciones de cine, conferencias,etc.
Entre la cuarta
y la quinta planta hay una enorme terraza cubierta de plantas, donde tomar
tranquilamente el sol, practicar yoga, conversar o celebrar fiestas. También
hay otra terraza, más pequeña en la última planta, donde se encuentran los
paneles solares y desde la que contemplar las estrellas mediante un telescopio
instalado allí.
El edificio
mira al cielo a través de una cúpula semiesférica de cristal que alberga un
acuario, con peces de colores que brillan en la oscuridad.
Sus habitantes
se reparten las tareas de forma comunitaria y comparten sus conocimientos.
A través del
lenguaje de sus cuerpos tatuados muestran a los demás una parte importante de
ellos mismos. El tatuaje es su sello de identidad, nada más auténtico que el
arte grabado en la piel. Por ello también practican el nudismo, siempre que las
temperaturas lo permitan.
Los habitantes de la casa
Camilo
Nació en la
pequeña ciudad de Monteriggioni, en la provincia de Siena. En esta ciudad
medieval, completamente amurallada, asentada sobre una pequeña colina natural,
que serviría de escenario para películas como “Belleza robada” de Bernardo
Bertolucci, vivió Camilo su infancia y parte de su juventud, hasta que marchó a
Florencia a estudiar en la Universidad.
Sus padres,
comerciantes adinerados, tenían una casa de estilo renacentista en la plaza
principal de la ciudad: la Piazza Roma. La casa, que habían ido heredando a
través de varias generaciones, tenía tres niveles que daban a un patio
interior. El comercio que regentaban era una tienda de antigüedades, situada en
la planta baja, donde se podían encontrar multitud de objetos: bustos de
mármol, bajorrelieves, bronces, grabados, libros e incluso algunos muebles.
A pesar de ser
el tercero de cinco hermanos, con los que podía haber compartido sus juegos,
siempre prefirió hacerlo solo o en compañía de los animales que habitaban el
patio interior de la casa. Sobre todo, le gustaba jugar con los gatos que
correteaban por el jardín y se escondían detrás de las columnas de los
soportales. Él se encargaba de guardarles comida, los conocía perfectamente y
les ponía nombres. Estaba atento a todo lo relacionado con ellos: sabía
reconocer su sexo, calcular su edad, cuando las gatas estaban preñadas y
adivinar donde escondían las crías una vez paridas. También los gatos adoraban
a Camilo, le seguían y reclamaban continuamente sus caricias.
Aunque prefería
a los gatos le gustaban en general todos los animales, incluso los más
insignificantes insectos y disfrutaba buscando información acerca de ellos.
Esto hizo que cuando se planteó cursar estudios en la universidad, se decantase
por la carrera de veterinaria que le propiciaría seguir desarrollando su pasión
por el mundo animal.
El lugar
elegido para ello fue Florencia, donde a pesar de estar a solo 50 Km de
Monteriggioni, buscó piso para compartir con otros estudiantes. Allí coincidió
con Piero, un estudiante de Arquitectura natural de Siena, del que pronto se
haría muy amigo. Los años de facultad pasaron rápido y al terminar la carrera
se dedicó a trabajar colaborando con varias protectoras de animales encargadas
del mantenimiento de distintas colonias de gatos de la ciudad. Camilo
disfrutaba con su trabajo y lo hacía con tanto cariño y dedicación que
conseguía una perfecta comunicación con ellos. A medida que crecía su entusiasmo
por el mundo felino, su cuerpo se cubría de tatuajes reproduciendo sus imágenes,
hasta llenarlo casi por completo.
Le gustaba viajar
recorriendo la costa, visitando a menudo las playas de la isla de Elba desde
las que contemplaba ese mar Tirreno que sentía tan cercano. En uno de estos
paseos encontró lo que más tarde sería La
casa de los Tatuados, situada frente al mar, en una zona deshabitada en las
afueras de la ciudad.
La descubrió
una tarde siguiendo a un gato que caminaba decidido hacia allí y se sorprendió
al comprobar que estaba habitada únicamente por gatos. La casa se encontraba en
bastante buen estado y a partir de ese día se hizo visitante asiduo, sin
adivinar que más tarde sería su futuro hogar compartido.
Para llegar
hasta allí cogía habitualmente el tren y fue en uno de sus vagones donde un día,
en el trayecto, se reencontró con su antiguo amigo Piero, con el que había
compartido piso en Florencia, que quedó sorprendido al ver los numerosos tatuajes
de gatos que cubrían su cuerpo. Contento por el reencuentro, le resumió brevemente
lo que había sido su vida en esos años desde que terminaron sus estudios.
Especialmente le habló de la casa, a la que se dirigía en ese momento, que se
encontraba a veinte minutos andando desde la parada a la que pronto llegarían.
Le invitó a acompañarlo y sin apenas tiempo para pensarlo, pero contagiado por
su entusiasmo, no dudo en hacerlo.
Cuando llegaron, a Piero le gustó tanto el edificio
como su entorno y junto a Camilo volvió a visitarlo en repetidas ocasiones. De
esa forma ambos fueron gestando el proyecto de hacer de esa construcción
abandonada un lugar con personalidad propia, que, en un futuro, además de poder
habitarse, fuese sobre todo un hervidero cultural. Quedaba mucho por hacer y necesitarían
la colaboración de más gente, por lo que no dudaron en hacerlo extensible a aquellos
amigos que podrían ser afines al proyecto.
En la primera
persona que Camilo pensó fue en su amiga Uma, la escultora parisina a quien
conoció en Florencia, que se dedicaba a hacer esculturas gigantes de insectos y
que en más de una ocasión le había comentado sus aspiraciones de poder trabajar
en un estudio más espacioso que el que tenía actualmente y vivir con gente afín
a ella.
De esta manera,
el proyecto de la casa empezó a tomar consistencia. El gato que Camilo siguió
aquella tarde y le condujo hasta ella, fue quien le abrió las puertas a una
nueva vida.
Piero
Nació en Siena,
en el corazón de la Toscana. Su casa estaba cerca de la Piazza del Campo, en el
centro histórico de la ciudad, en cuyas calles de apariencia gótica y medieval
transcurrió su infancia. No necesitaba caminar mucho para encontrar edificios
antiguos que contemplaba con admiración, como el Palacio Comunal que, situado
en la misma plaza, constituía una de las joyas de la arquitectura gótica civil
de la ciudad.
Desde niño
sintió una gran fascinación por la arquitectura y de la mano de su abuelo recorría
incansablemente las calles buscando los edificios más emblemáticos de su
ciudad: la Piazza San Giovanni, el Duomo, el Museo de la Opera…Ambos
disfrutaban de esos paseos y Piero no se cansaba nunca de repetir los mismos
itinerarios y de escuchar lo que su abuelo, un apasionado de la Historia del
Arte, le contaba acerca de cada una de las construcciones.
Cuando ya fue
lo suficientemente mayor para que sus padres le dejasen ir solo por la ciudad,
le gustaba volver a recorrerla más despacio, recabando en aquellos lugares que
desde pequeño más le habían llamado la atención. Llevaba siempre con él una
mochila donde guardaba un cuaderno y útiles de dibujo, para así poder sentarse
a dibujar los edificios que admiraba. Después, en casa, los perfeccionaba y coloreaba
con acuarelas.
Uno de los
edificios medievales que más le gustaba era la Torre del Mangia, cuya estrecha
silueta se hacía visible desde cualquier punto de la ciudad. Tenía muchos
bocetos de la torre desde distintos ángulos y no se conformaba con verla desde
fuera, sino que también le gustaba subir por las interminables escaleras a su
campanario, para desde lo alto contemplar la ciudad a vista de pájaro.
De este modo
fue haciendo una gran colección de cuadernos que recogían con detalle la
arquitectura de su ciudad.
Sus padres
regentaban un comercio textil y trabajaban todo el día. Cuando Piero no estaba
en la calle, se quedaba en la tienda hasta que cerraban y allí proseguía su
tarea en un reducido espacio que habían habilitado para é en la trastienda, en
el que a duras penas habían conseguido meter una mesa y un taburete.
Aunque durante
la semana se dedicaba a sus tareas escolares y a dibujar, los sábados solía
ayudar a sus padres en la tienda. Ellos pensaban que Piero continuaría con el
negocio, ya que era hijo único. Sin embargo, él tenía otros planes muy
distintos: hacer realidad algún día su sueño de ser arquitecto.
Este sueño
empezó a fraguarse cuando convenció a sus padres de que quería estudiar
arquitectura. La universidad de Siena, a pesar de ser una de las más antiguas
del país no tenía Facultad de Arquitectura, por lo que tuvo que marchar a
Florencia, la ciudad más cercana, a realizar sus estudios.
A pesar de su
proximidad, a poco más de una hora en coche, Piero no podía viajar a diario
desde su casa, por lo que tuvo que buscar un piso compartido con otros
compañeros. Allí transcurrieron sus años universitarios. No podía haber buscado
una ciudad que cumpliese mejor con sus expectativas. Florencia, con su enorme
patrimonio artístico, enriqueció sus conocimientos y aceleró su deseo de
finalizar cuanto antes la carrera para poder dedicarse a su sueño de ser
arquitecto.
También
aprendió a convivir con otros compañeros y la experiencia le gustó tanto que
sería, más tarde, uno de los motivos para querer vivir en La casa de los tatuados.
Al terminar la
carrera realizó diversos proyectos para un estudio de Florencia, en su mayoría
de rehabilitación de edificios, en los que fue aplicando los conocimientos
adquiridos, pero dándoles siempre un toque personal. También diseñó algunas
viviendas unifamiliares en las que pudo desarrollar más ampliamente sus dotes
creativas y que tras su construcción y difusión en revistas especializadas, se
convirtieron en importantes referentes en el mundillo arquitectónico.
A partir del
momento en que su nombre empezó a sonar, le llovieron los encargos. Hacía años
que tenía su propio estudio y trabajaba sin descanso. Se entregaba tan a fondo
en cada proyecto que apenas tenía tiempo libre. Al finalizar el día, cuando el
cansancio se apoderaba de él y ya no le quedaban fuerzas para irse a casa, se
quedaba a dormir en el estudio. Le costaba coger el sueño y en ese duermevela
se sentía invadido por la insatisfacción. Reconocía entonces que solo parte de
su sueño se había hecho realidad y que ya no disfrutaba como antes de su
trabajo. Echaba de menos sus años de facultad, su piso compartido, las charlas
con sus compañeros en las comidas...
Una mañana, al
despertar, después de una noche enmadejada de sueños, decidió que haría un paréntesis
en su trabajo. Lo que en ese momento llevaba entre manos podía esperar. Se
tomaría unas vacaciones y haría un viaje.
Decidió también
que el viaje lo haría en tren, bordeando la costa, para poder disfrutar de algo
que siempre le gustó: contemplar el paisaje desde la ventanilla. Llevaría el
equipaje que le cupiese en una mochila y por supuesto su cuaderno y sus útiles
de dibujo. Quería retomar aquellos momentos de su juventud en los que era tan
feliz haciendo bocetos de edificios, sentado en cualquier calle de su ciudad
natal.
El azar quiso
que Piero se encontrase en uno de los vagones con Camilo, uno de sus antiguos
compañeros de piso. Al principio no lo reconoció. ¡Estaba tan cambiado! Lo que
más le llamó la atención fueron los tatuajes de gatos que cubrían su cuerpo,
incluso la cabeza. A pesar de todo pronto reconoció su mirada dibujada a través
de unas pequeñas gafas redondas.
Durante el
trayecto pudieron ponerse al día acerca de lo que habían hecho desde que,
finalizados sus estudios, dejaron el piso que habían compartido durante sus
años de facultad. Camilo le contó que, al terminar la carrera de veterinaria,
encontró trabajo relacionado con varias protectoras de animales y que aún
seguía colaborando con ellas. Le habló entusiasmado
del descubrimiento casual de un edificio abandonado, al que ahora se dirigía,
que visitaba con frecuencia motivado no solo por su ubicación junto al mar,
sino también por los gatos que allí vivían. A medida que lo escuchaba Piero sentía
una gran curiosidad por conocerlo, por lo que no dudó en acompañarlo en su
visita.
La casa no le defraudó, sino todos
lo contrario, compartiendo rápidamente el entusiasmo de su amigo. En sus
repetidas visitas posteriores ambos irían dando forma a un ambicioso proyecto
de recuperación del edificio, al que cada vez se uniría más gente.
Ambos son ya los primeros residentes
de lo que más tarde bautizarían como La
casa de los tatuados. Piero continúa
trabajando como arquitecto, pero a un ritmo más sosegado, lo que le permite
implicarse en otros quehaceres. Lo último que ha realizado en la casa son unas
pequeñas construcciones de madera en los árboles del patio en las que anidan
pájaros de distintas especies. Ha sido un ensayo, porque su idea es seguir
diseñando arquitecturas integradas en la naturaleza, las casas en los árboles
siempre llamaron desde niño su atención.
Al principio,
aunque le gustaban, sentía un poco de reparo ante los tatuajes. Hasta que
entendió que esas arquitecturas que constituyen su sello de identidad, debían
estar grabadas en su piel. Los dibujos de los tatuajes que ahora luce son
reproducción de muchos de los que llenan los cuadernos que ha ido atesorando a
lo largo de su vida.
Uma
Nació en
Auvers-sur-Oise, un pueblecito a tan solo 30 Km de París, reconocido mundialmente
no solo por ser lugar de reunión de pintores impresionistas, sino sobre todo
porque en él vivió y murió Vincent Van Gogh.
Sus padres,
pintores ambos y grandes admiradores de Van Gogh, no dudaron en irse a vivir a
este pueblo, rodeados de naturaleza donde podrían recrear los mismos paisajes
que en su día pintó su querido Vincent.
Pronto
comprobaron que vivir únicamente de la pintura les sería imposible, por lo que
debían buscar trabajo en el pueblo. El azar dispuso que fuese el dueño del famoso
hostal donde se alojó Van Gogh quien les solucionase el problema.
Gerard, que así
se llamaba, no era hombre de negocios. Había heredado de sus padres el
establecimiento y aunque a nivel sentimental suponía mucho para él, a duras
penas le daba para vivir. Era un hombre introvertido al que le gustaba sobre
todo dar paseos por el campo. Fue en uno de estos paseos cuando vio un día a
los padres de Uma, pintando junto al río. Atraído por sus cuadros se sentó en
una piedra para contemplar como las imágenes iban tomando forma suspendidas en
los caballetes, hasta que pudo salir de su ensimismamiento e iniciar con ellos
una conversación. No dudó en ofrecerles trabajo en el hostal a estos pintores
recién llegado al pueblo y poner a su disposición un alojamiento que les permitiría
no tener que buscar casa, con el consiguiente gasto.
Además de la
habitación donde dormían puso a su disposición un espacio en la buhardilla que,
aunque no era muy grande, podrían habilitar como taller, aunque ellos preferían
en sus ratos libres salir al aire libre a pintar paisaje. Gerard, gran
admirador de sus pinturas, les compraba gran parte de su producción, de manera
que sus cuadros iban cubriendo las paredes de habitaciones y pasillos.
Para Gerard los
padres de Uma fueron su única familia, ya que tampoco tenía hijos ni pareja.
Con ellos compartió su amor por la pintura y le hicieron muy feliz los últimos
años de su vida, por lo que quiso que a su muerte heredaran lo que en realidad
ya era de los tres: el hostal
Cuando al cabo
de los años nació Uma, el negocio había prosperado. El hostal era una atracción
turística no solo por lo que representaba en relación a Van Gogh, sino sobre
todo porque habían sabido crear un entorno mágico donde los huéspedes se
sumergían en el Impresionismo, sin apenas darse cuenta. Rodeada de ese ambiente
fue creciendo Uma que, aunque posteriormente no seguiría la tradición pictórica
de sus padres, sería también artista, prefiriendo dedicarse a la escultura.
Uma fue desde
pequeña una niña muy observadora, a la que gustaba la naturaleza y dar paseos
por el campo. Aunque era bastante sociable también disfrutaba haciendo cosas en
solitario, como visitar el cementerio donde se encontraba la tumba de Van Gogh.
Allí encontraba silencio y sentada en una losa recorría lentamente con la
mirada atenta el entorno, para descubrir los insectos que a simple vista
pasaban desapercibidos. Muchas veces caminaba despacio persiguiéndolos hasta
que se posaban y se fijaba muy bien en ellos para recrearlos después modelando
figuritas de plastilina. Tenía una auténtica colección que guardaba celosamente
en una caja de zapatos debajo de su cama.
Seguramente ahí
se fue gestando su vocación escultórica, que desarrollaría más tarde después de
estudiar en París la carrera de Bellas Artes. Durante todo este periodo mantuvo
su afición por el mundo de los insectos, recreándolos esta vez a través de
esculturas enormes confeccionadas con distintos materiales.
De su paso por
Bellas Artes, además de todos los conocimientos técnicos que más tarde le
permitirían materializar sus creaciones, se llevó un montón de amigos con los
que compartió tiempo y emociones.
Al terminar la
carrera y después de distintas exposiciones que hicieron que su nombre
comenzase a sonar en el mundillo artístico, le surgió la posibilidad de una
estancia en Florencia. Allí pasó tres meses que culminaron con una gran
exposición en la que pudo exhibir sus insectos de gran tamaño impactando a
todos los visitantes que por allí pasaron. La exposición causó tanta
expectación que uno de los críticos más reconocidos del momento publicó un
extenso artículo sobre ella, ocupando las páginas centrales de uno de los
diarios de mayor tirada. Fue a partir de
su lectura cuando Camilo, el amante de los gatos, sintió curiosidad por visitar
la exposición y conocer a la artista. Con el tiempo se fraguaría entre ellos
una gran amistad, cimentada en parte por su común amor por los animales.
Fue a ella a la
primera persona a la que Camilo invitó a participar en el proyecto recién
iniciado, junto a su amigo Piero, de La casa de
los tatuados. A pesar de la distancia y después de una corta estancia
aprovechando unas vacaciones, Uma no dudó en trasladarse, dejando al
descubierto al llegar su valioso talismán: el gran insecto tatuado en su
espalda.
Cuando ya estaba
a punto de mudarse a la casa, un encuentro casual con Malicia, una antigua
compañera de Bellas Artes, propició que, tras informarle del proyecto,
despertará tanto su interés que a los pocos meses se trasladase a vivir a la
casa, junto a su amado fotógrafo Rob. La casa de
los tatuados empezaba a cobrar vida.
Malicia
Nació en París,
en el barrio de Montmartre, donde su abuela tenía un pequeño apartamento que
compró en los años cincuenta. Su abuela, la gran Marie, vivió allí una vida
bohemia, trabajando de modelo de muchos artistas que habitaban la mayoría en su
barrio y también de camarera en uno de los restaurantes más legendarios de la
vida de Montmartre: La Bonne Franquette donde muchos pintores y poetas
compartieron su tiempo en animadas tertulias.
Con apenas
veinte años la abuela Marie se quedó embarazada y tuvo a su madre, a quien, con
mucho esfuerzo supo sacar adelante. La pequeña Claudette, que así la llamó, la
acompañaba al estudio de los artistas y allí pasaba las largas horas en las que
ella tenía que posar.
De todos los
pintores, era André quien más reclamaba la presencia de su abuela. Entre ellos había
una relación especial. Claudette, sentada en un taburete y muy callada
observaba detenidamente como pintaba André y entre vapores de aguarrás muchas
veces se quedaba dormida. Soñaba entonces que ella también era una gran pintora
y las imágenes iban tomando una forma tan real que se despertaba sobresaltada.
Estos sueños de infancia se fueron haciendo
realidad y Claudette, después de tantas horas observando a André, no necesitó
más formación para comenzar a adentrarse en el mundo de la pintura. Poco a poco
fue mejorando su técnica y adquiriendo su particular estilo, al tiempo que
comenzaba a vender muchas de sus obras.
De alguna forma
y parece que, siguiendo la tradición familiar, Claudette también tempranamente
fue madre soltera y Malicia nació de una tórrida relación con un escultor que,
tras finalizar su exposición en una galería parisina, se volvió a su lugar de
residencia y poco más se supo de él. Sin embargo, la ausencia de padre no fue
traumática para ella, ya que su madre y su abuela supieron darle todo el cariño
que necesitaba.
Malicia crecía
feliz y pasaba las horas que no estaba en la escuela, junto a su madre en la
concurrida plaza de los pintores: la Plaza du Tertre, donde no solo Claudette
pintaba y exponía sus obras, sino también ella iba configurando su pequeño
universo encaramada a su caballete.
Más tarde y
dado que seguía cada vez más inmersa en el universo pictórico, tanto su abuela
como su madre le animaron a que ingresase en la Escuela Nacional Superior de
Bellas Artes de París. Tras superar las pruebas de acceso, Malicia cursó sus
estudios disfrutando en todo momento de su aprendizaje y conociendo a muchos
compañeros afines a ella.
La relación
entre la abuela Marie y André se fue estrechando con el paso de los años. André
tenía también una hija, Pauline. Era fotógrafa y viajaba constantemente,
recalando a menudo en París. Su residencia la tenía en Dakar, donde vivía con
su pareja y su hijo Rob. Sin embargo, un fatídico accidente hizo que enviudase
y ambos se trasladasen definitivamente a vivir con él.
Cuando Pauline
llegó a Montmartre, conoció a Claudette, dada la amistad entre los padres de
ambas, y ella le ayudó a instalarse en el barrio. A su hijo Rob también le
costó aclimatarse a su nueva vida. Al salir de la escuela volvía a su casa
cabizbajo y a paso ligero para llegar lo antes posible.
Fue a partir
del regalo de una vieja cámara Leica, en su quince cumpleaños, cuando, con la
excusa de la fotografía, empezó a recalar en las calles más detenidamente,
sobre todo en la Plaza de los pintores, buscando personajes a los que retratar.
Aunque su madre
era amiga de Claudette y a Malicia la conoció al poco de llegar a París, no se
fijó en ella hasta que comenzó a frecuentar la plaza de los pintores, donde la
veía absorta pintando en su caballete, ajena a las miradas. Escondido detrás de
una columna le gustaba sacarle fotos que captaban sus expresiones y las
diferentes posturas que adoptaba al pintar.
Sin embargo, no
fue hasta pasados al menos dos años desde que comenzó a observarla, cuando el
azar propició estrechar su relación. Fue una tarde más, en la que Rob
parapetado detrás de una esquina, al agacharse para sacar una de las fotos, la
tapa del objetivo salió rodando yendo a parar a los pies de ella. Rob se acercó
para recuperarla y algo ocurrió en ese momento que hizo que ambos sintieran una
profunda atracción.
Tras aquel
breve encuentro empezaron a verse a menudo, daban largos paseos, compartían sus
torrentes creativos y sin ellos darse cuenta iban construyendo poco a poco todo
un universo que quedaría grabado a fuego en sus cerebros, perdurando a lo largo
de sus vidas. Dentro de ese mundo tan particular estaban por supuesto los
tatuajes. Tras largas sesiones en el estudio, ambos tatuaron sus identidades:
Rob su pasión por el bondage, Malicia todos sus iconos visuales: el fuego, las
lenguas, las espirales y una sutil cadena, de la que solo él sabía el
significado.
Fue Malicia
quien le habló de la casa de los tatuados a Rob. Un día le contó emocionada que
se había encontrado a Uma, una antigua compañera de la Escuela de Bellas Artes,
quien le había hablado del fascinante proyecto recién iniciado por su amigo
Camilo y en el que quedaba aún mucho por hacer, de ahí que buscasen gente que
ocupase las viviendas vacías y se implicase en su desarrollo.
Ambos se
sintieron al unísono atraídos por vivir esa experiencia y pensaron que les
vendría bien un cambio de escenario, donde Malicia podría dar rienda suelta a
su mundo pictórico y Rob seguiría con la fotografía, rodeados de un ambiente
creativo y gente afín a ellos.
Malicia piensa
que ha sido la mejor de las decisiones que ha tomado hasta ahora, Sus sueños
creativos se van materializando día a día. Sus colores lo invaden todo: el añil,
el verde, el fucsia. Cada día al despertar se siente envuelta en una inmensa
veladura naranja que le llena de energía y le hace disfrutar de los días como
no le había sucedido nunca.
Rob
Nació en Dakar, capital
de Senegal. Su padre era conservador del museo Theodore Monod, reconocido
mundialmente por su amplia colección de arte africano. Su madre, de
nacionalidad francesa, trabajaba como fotógrafa para diversas publicaciones de
su país natal, lo que hacía que viajase con frecuencia a París, donde vivía su
abuelo que era pintor y tenía un pequeño estudio en Montmartre.
Rob recuerda de su
infancia los ratos que pasaba en el reducido laboratorio de fotografía que su
madre tenía habilitado en casa. Disfrutaba en la oscuridad de la habitación,
apenas iluminada por una luz roja, sobre todo observando el momento en el que
aquellas imágenes, antes almacenadas en la cámara, iban dibujándose poco a poco
en el papel blanco sumergido en una de las bandejas. Le parecía algo mágico y
en ocasiones se quedaba tan absorto mirando que obstaculizaba el trabajo de su
madre, quien le reprendía para que le dejase continuar con el proceso antes de
que fuese demasiado tarde y las fotos quedasen completamente negras, por exceso
de tiempo en el revelador.
También recordaba
las tardes que, a la salida de la escuela, pasaba en el museo donde trabajaba
su padre, donde le gustaba contemplar las máscaras que encerradas en vitrinas
parecían observarlo con ojos profundos. En ocasiones también jugaba con Ela,
hija de una de las limpiadoras, que cuando no tenía otro sitio donde quedarse,
esperaba allí a su madre hasta finalizar su jornada laboral.
Una fatídica mañana del
mes de noviembre hubo un incendio en el museo. Su padre estaba en el sótano
enfrascado en su trabajo, lo que propició que cuando se diera cuenta fuera
demasiado tarde para salir y muriese al inhalar los vapores tóxicos. Su muerte
fue un duro golpe para ambos y su madre, después de poner en venta la casa,
decidió que se mudasen definitivamente a vivir a París, con el fin de que Rob
pudiera salir de ese mundo de pesadillas que tras la muerte de su padre lo
acechaba todas las noches.
Al principio le resultó
difícil adaptarse a su nueva vida en París, tan distinta a Dakar. Echaba de
menos a sus amigos, su casa y especialmente ese mar que ahora quedaba lejos.
Sin embargo, a medida que fue creciendo empezó a encariñarse con el barrio
donde vivían, con sus calles empedradas y su ambiente bohemio y desinhibido,
habitado sobre todo por artistas.
En su quince cumpleaños,
su madre le regaló una vieja cámara Leica que ya no utilizaba y pronto fue
desarrollando una gran afición por la fotografía, hasta el punto de que no
salía de casa sin ella. Era su mejor compañera y le gustaba sobre todo retratar
personajes de la calle que por algún motivo le llamaran la atención. Después de
revelarlas, las ordenaba y guardaba en cajas junto con los negativos.
Lo que más le gustaba
era visitar la Plaza de los Pintores, donde observaba como iban apareciendo las
imágenes sobre los lienzos apoyados en los caballetes, acompasadas por los
gestos de los artistas en cada pincelada, así como sus particulares expresiones
corporales. Era como una danza frente al cuadro, que él intentaba captar en
sucesivas instantáneas. Le interesaba sobre todo fotografiar los rostros y los
fragmentos de sus cuerpos en movimiento en las distintas fases del proceso
creativo.
De todos los pintores
que retrató en la plaza, solía fijarse en una jovencita de cabellos rojos que
pintaba junto a su madre en uno de los recodos de la plaza. De ella había
obtenido innumerables retratos que sacaba siempre a escondidas, evitando así
que advirtiese su presencia. Su cara le sonaba, pero no la reconoció hasta el
incidente que tuvo lugar después de pasados dos años desde el día en que se la
presentaron. Quiso el azar que al ir a recoger la tapa del objetivo que había
caído a sus pies, sus miradas se encontrasen y surgiese una atracción muy
fuerte entre ambos. Ella era Malicia, con quien iniciaría una relación en la
que ambos compartirían también sus sueños profesionales: ella, la pintura, él,
la fotografía, dos universos creativos que se fusionarían a lo largo del
tiempo.
Desde que tuvo entre sus
manos su primera cámara, Rob decidió que quería dedicarse a la fotografía. De
su madre había ido aprendiendo la técnica y su particular modo de mirar la
realidad había puesto el resto. Consolidado como fotógrafo freelance trabajó
para varias agencias y sus fotos aparecieron en diversas publicaciones.
Una tarde visitando una
exposición de Nobuyoshi Araki, quedó fascinado sobre todo por sus fotografías
acerca de la temática bondage. Se sintió especialmente atraído por las cuerdas,
las marcas que dejaban sobre la piel y esa belleza de las ligaduras
enroscándose como serpientes en los cuerpos. A partir de ese momento su obra
giró en torno a ese eje temático, consiguiendo imágenes, en su mayoría en
blanco y negro, de gran plasticidad y belleza.
No resulta extraño por
tanto que fuese René, un tatuador que tenía el estudio cerca de su casa, con el
que compartía una gran amistad desde la adolescencia, quien le fuese tatuando
ese mundo tan particular que ya habitaba en él, hasta cubrir prácticamente su
cuerpo.
Cuando Malicia le habló
de la casa de los tatuados le pareció que podría ser una gran experiencia vivir
allí y además su ubicación le permitiría volver a estar cerca del mar, como
cuando de niño vivió en Dakar.
Hace un tiempo que ya viven ahí. En su nueva residencia Rob continúa practicando la fotografía, con más dedicación que nunca, ya que en la casa ha encontrado una amplia galería de personajes con los que disfruta a nivel personal y artístico. Sus rostros, sus manos, sus cuerpos tatuados le siguen fascinando tanto como aquellas máscaras y estatuillas que contempló en su niñez, solo que ahora han cobrado vida y ya no constituyen para él una pesadilla, sino todo lo contrario.
René
Nació en París,
en el barrio de Montmartre, donde sus padres regentaban un comercio de
artículos de Bellas Artes. La tienda ocupaba la planta baja de la casa de dos
pisos, en una de las sinuosas calles en pendiente del barrio que, situado en lo
alto de una colina, le permitía disfrutar desde la ventana de su habitación de
unas espectaculares vistas panorámicas.
René, de padres
holandeses emigrados a Francia, desde pequeño se sintió siempre un niño
distinto al resto. Tal vez fuese su tez tan blanca o el rojo de su pelo lo que
en muchas ocasiones despertó las burlas crueles de sus compañeros, que lo
llamaban con desprecio “Rouget el holandés”. Esto condicionó su carácter
retraído y el desarrollo de un universo interior que fue creciendo con el
tiempo y que le hizo fuerte ante los demás.
Cuando salía
del colegio se pasaba las tardes en la tienda y lo que más le gustaba era
perderse en la penumbra de la trastienda, disfrutando de la mezcla de olores de
las pinturas y esencias que allí se acumulaban. Tenía cierta fobia a la luz, lo
que hacía que en verano siempre se protegiese con una gorra, cuya visera le
tapaba casi completamente la cara y en invierno calándose la capucha de la
sudadera.
Para él lo
mejor eran las noches, cuando abría la ventana de su habitación, sin importarle
la temperatura y se quedaba largo rato contemplando la oscuridad. Amaba todo lo
relacionado con la noche y era asiduo lector de las historias de vampiros.
Cuando sus compañeros decían que querían tener un perro o un gato de mascota,
él callaba ocultando que preferiría un murciélago. Adoraba estos animalillos.
Otra de las
cosas que le gustaba hacer y que también constituía un secreto, era dibujar con
rotulador negro sobre su piel los personajes de la noche que inventaba. Con esa
blancura nívea era el lienzo perfecto, pero debía ocultarlos una vez dibujados.
En invierno no había problema, las imágenes de sus brazos quedaban escondidas
debajo de las mangas del jersey y aunque en verano resultaba más difícil,
siempre conseguía dibujar algo en su cuerpo. De esta manera se sentía
acompañado.
Con la única
persona con la que hizo amistad, ya llegada la adolescencia, fue con Rob, ese
joven recién llegado de Dakar que se incorporó al instituto con el curso
empezado y con el que desde el principio sintió una gran complicidad. Aunque se
veían en clase tampoco habían hablado mucho, hasta el día en el que
coincidieron sentados en las escaleras al pie de la Basílica del Sacre Coeur.
René contemplaba la noche y Rob con su Leica recién estrenada, regalo por su
quince cumpleaños, practicaba la fotografía nocturna. Ese día marcaría el
principio de una amistad que perduraría y que más tarde haría de René otro
habitante de la casa.
Aunque René
seguía interesando por el dibujo y frecuentaba una academia de arte cercana a
su casa, lo que más seguía atrayéndole era el utilizar la piel como soporte y
es así como llegó al mundo del tatuaje. La motivación por este mundillo le hizo
ir saliendo poco a poco de su caparazón, abriéndose sobre todo a aquellos que
compartían su pasión por el tatuaje. Después de visitar varios estudios,
encontró trabajo en uno de ellos en el que fue aprendiendo la técnica que más
tarde le posibilitaría independizarse y abrir el suyo propio.
Todo llegó más
pronto de lo que pensaba y después de alquilar y adecentar un local medio
ruinoso que encontró en el barrio, el estudio de tatuajes “Rouget el holandés”
(nombre que eligió como burla a aquellos años de acoso escolar ya superados)
abrió sus puertas.
Su amigo Rob,
le ayudó a dar una personalidad al local y juntos crearon un original espacio
con predominio del negro, en el que también el fotógrafo contaba con un pequeño
espacio expositivo donde vender sus fotografías. Rob lo visitaba con frecuencia
y le gustaba hacer fotos del proceso, sobre todo primero planos en los que se
apreciaba con nitidez como el trazo quedaba dibujado en la piel al paso de la
aguja. René conocía su afición por el Bondaje y disfrutó tatuándole poco a poco
ese universo que constituía la esencia de su amigo.
Fue Rob quien
al poco de trasladarse a la casa de los tatuados le presentó a René el proyecto
y lo animó a que la visitase. No esperó mucho para hacerlo y como otros
anteriormente, quedó fascinado no solo por la arquitectura de la casa, que ya
empezaba a tener una personalidad propia con los murales que Malicia, otra
pintora parisina recientemente trasladada, había comenzado a pintar, sino
también por la gente que ya vivía allí, con la que enseguida conectó.
El edificio era
muy grande y no solo podría disponer de vivienda, sino también de un espacioso
estudio de tatuajes en la planta baja. Durante un breve espacio de tiempo
mantuvo también su local en Montmartre, sobre todo para que le diese tiempo de
contactar con sus clientes habituales, que eran más amigos que clientes, y
contarles su nuevo emplazamiento, al tiempo que les invitaba a visitarlo.
Dylan
Nació en Rostock , una ciudad a orillas del río
Warnow, en la costa norte de Alemania. Sus padres hacía dos años que desde
Cardigan, un pueblecito de la costa galesa, habían llegado allí, donde abrieron
un pequeño restaurante en la playa de Warnemunde, una de las más amplias del
Báltico. El mar seguía por tanto presente en sus vidas y en aquel entorno fue
concebido Dylan meses más tarde. Cuando nació no dudaron en ponerle ese nombre
de ascendencia galesa, cuyo significado era “Hijo del mar”.
No solo el negocio de su familia se encontraba junto a la
playa, sino también la vivienda, desde la que se podía contemplar un horizonte
infinito que se dibujaba a lo largo de sus casi tres km. de arena blanca. En
este barrio marítimo había una escuela en la que Dylan estudió sus primeros
años hasta llegar al bachillerato, que cursaría más tarde en un instituto del
centro de Rostock.
Su escuela estaba también muy cerca del mar, hasta tal punto
que los recreos los pasaba jugando en la arena con sus compañeros y avistando
los barcos en el horizonte. Dylan disfrutaba sobre todo cogiendo pequeñas
conchas enterradas en la arena, que guardaba en los bolsillos de sus
pantalones, hasta casi reventarlos y que al llegar a casa depositaba
secretamente en un calcetín viejo para que no se estropeasen.
Ya desde muy pequeño se sentía atraído por los fondos marinos
y se imaginaba los seres que los habitarían. Le gustaba bucear y descubrir
pequeños moluscos y pececillos que, aunque nadaban a mucha velocidad, dejaban
una estela que se empeñaba en seguir hasta que les perdía el rastro. Muchas
tardes de los sábados las pasaba viendo documentales acerca de la fauna marina
y se quedaba absorto contemplando las imágenes.
Cuando empezó sus estudios en el instituto, fue la Biología
su asignatura preferida. Siempre quería saber más y muchas veces se quedaba en
la Biblioteca buscando la información que no encontraba en su libro de texto.
De todos los animales marinos que fue descubriendo le llamó especial atención
el pulpo. No se cansaba de ver reportajes sobre pulpos arrastrando sus
tentáculos sobre arrecifes de coral, con sus cuerpos blandos cambiando de forma
y textura. Había leído también que, aunque eran animales solitarios, en
ocasiones habían mantenido comunicación con el hombre y esta idea le
obsesionaba.
Cuando acabó sus estudios en el instituto tenía muy claro que
carrera universitaria elegiría: Biología marina, que pudo cursar en la
Universidad de su ciudad, lo que le permitió seguir viviendo cerca del mar.
Aunque pasaba las vacaciones ayudando a sus padres en el restaurante, también
le quedaba tiempo para apuntarse a cursos de buceo, adentrándose cada vez a
mayor profundidad y deleitándose al recorrer los fondos marinos.
Al terminar la carrera y el doctorado y dado su apego a su
ciudad prefirió quedarse unos años de profesor asociado en la Universidad,
hasta que sintió que su vida se había convertido en algo monótono, muy distinta
a sus antiguas aspiraciones aventureras.
Un compañero de Universidad le comentó un día que había
llegado al Departamento información acerca de un buque oceanográfico que
buscaba biólogos para completar la plantilla y comenzar su periplo de viajes,
encaminados a desarrollar tareas de investigación científica. En su campo, la
Biología marina, basadas en la captura de ejemplares utilizando los métodos de
pesca más adecuados, para posteriormente ser analizados.
El barco siempre zarpaba del mismo puerto y la travesía solía
durar varios meses, continuando después en tierra los trabajos de
investigación, en los laboratorios ubicados en la ciudad portuaria, enclavada
en la costa del mar Tirreno. A pesar de los kilómetros que separaban ambos
mares, Dylan no dudó en trasladarse a la ciudad, en la que apenas estuvo unas
horas antes de emprender la travesía.
Su estancia en el barco fue una experiencia tan satisfactoria
que le hizo desarrollar todavía más su amor por el mar, fraguándose en él la
necesidad de proteger sus especies mediante la colaboración con distintas
asociaciones de defensa medioambiental.
Cuando volvió de la travesía alquiló provisionalmente una
habitación, mientras buscaba una casa en la que instalarse, siendo su mayor
exigencia que desde ella pudiese contemplar el mar.
Fue en uno de sus paseos solitarios, bordeando el mar, en
busca de sitios alejados de la urbe, como llegó a La casa de los tatuados. De lejos le pareció casi un espejismo,
pero al ir acercándose se quedó perplejo al contemplar con absoluta claridad la
construcción que se perfilaba con el mar de fondo. Además, el edificio estaba
habitado, tenía vida, no solo eran los gatos que merodeaban, entrando y
saliendo confiados con total libertad, sino también unas cuantas personas que
realizaban distintas tareas.
Al asomarse por una de las ventanas de la planta baja
vislumbró lo que parecía un amplio estudio de tatuajes. Su mirada se cruzó
entonces con la del tatuador, que en ese momento ordenaba su mesa de trabajo,
quien después de sonreírle salió a hablar con él. Se llamaba René y hacía poco
que había trasladado su estudio parisino a este lugar. Aprovechó para enseñarle
las instalaciones y presentarle a los compañeros que también vivían en el
edificio. Así conoció a Camilo, Piero, Malicia, Uma y Rob. Como anteriormente
les sucediera a ellos, Dylan también quedó fascinado por el proyecto y René le
planteó la posibilidad de ocupar una de las viviendas que aún quedaban libres.
Así Dylan pasó a ser uno más, sobre todo cuando después de
varias sesiones en las que su amado René, del que ya era más que amigo, tatuó
sobre su piel un enorme pulpo abrazándolo con sus tentáculos, pudo mostrar su
esencia al resto de habitantes de la casa.
Ela
Ela nació en
Barcelona, en el barrio del Raval. Sus padres, oriundos de Guinea, emigraron a
España y después de un largo periplo se establecieron en Barcelona, abriendo
una tienda de tejidos africanos en pleno corazón del barrio.
En este barrio
intercultural, habitado en su mayoría por gente de otros lugares del mundo,
creció Ela. Desde pequeña se sintió una niña muy querida, núcleo de un entorno
familiar que la arropó y procuró que nunca le faltase nada. El hecho de vivir
en este barrio, favoreció que no se sintiera distinta al resto, ya que se
acostumbró desde muy pequeña a jugar con niñas de otras nacionalidades:
marroquíes, pakistaníes, filipinas…
Cuando no
estaba en la escuela o jugando en la calle, le gustaba estar en la tienda. El
local donde se ubicaba no era muy amplio, de paredes pintadas de azul ultramar
que contrastaban con las telas apiladas ordenadamente en las estanterías. Las
telas, de procedencia africana, con sus estampados geométricos y sus colores
brillantes elaboradas con la técnica del Batik, constituían un reclamo visual
para la gente que transitaba por la calle. Eran una explosión de color en la
grisura del barrio.
Lo que más le
gustaba a Ela era fabricar muestrarios con los trocitos de tela que su madre
guardaba para ella cuando se terminaba la pieza. Los cortaba cuidadosamente, no
siempre con formas regulares y los unía con unas puntadas de hilo en el
extremo. Junto a los muestrarios guardaba una libreta donde comenzó copiando
los diseños de las telas y más tarde inventando nuevos. En esos dibujos se
recogía toda la esencia de la cultura africana que presidía su vida. También a
sus muñecas las vestía con esas telas, dibujando con rotulador negro muchos de
estos diseños sobre sus cuerpos. Todo ello lo guardaba en una caja que no
compartía con nadie.
Cuando llegaba
el invierno pasaba más horas en casa, porque al salir de la escuela por la
tarde ya casi era de noche y sus padres no la dejaban quedarse jugando en la
calle. Era entonces cuando en la tranquilidad de la tienda, mientras su padre
atendía a las pocas clientas que acudían, su madre se sentaba con ella y le
contaba historias.
Ela quería saber acerca de sus orígenes, de la
tierra de sus abuelos que nunca había visitado y de cómo habían llegado sus
padres a España. Su madre intentaba narrárselo como si fuese un cuento,
evitándole conocer el auténtico drama que fue su viaje, esperando que tuviese
algunos años más para contarle la cruda realidad. Fue entrando en la
adolescencia cuando descubriría la verdad: que habían viajado en patera hasta
Gran Canaria, donde estuvieron malviviendo hasta obtener el visado que les
permitió acceder a la península, ya sin miedo a ser deportados Cinco años
tardaron en llegar a Barcelona, con su madre ya embarazada de ella.
Ela era feliz
en su barrio y dado su carácter extrovertido pronto encontró un grupo de amigos
con los que compartir su tiempo. A medida que fue creciendo se fue interesando
cada vez más por la iconografía de la cultura africana, que seguía siendo una
parte importante de ella. Un día ordenando su habitación, al encontrar la caja
que contenía sus muñecas “tatuadas”, los muestrarios de telas y los diseños que
había ido haciendo de niña, decidió retomarlos incorporando todo lo que había
ido aprendido acerca de su cultura.
A la primera
persona a quien enseñó el hallazgo de la caja, que hasta ahora había guardado
celosamente, fue a Shaira, amiga desde la infancia, que también vivía en el
barrio. Ella quedó impresionada con los diseños y al ver las muñecas con sus
cuerpos dibujados le dijo: No sabía que de pequeñas eras tatuadora.
Después de
pronunciar esta frase, ambas quedaron en silencio y su mirada de complicidad
dejo ver lo que ocurriría después: Ela se haría tatuadora.
No fue difícil
encontrar trabajo en un estudio del barrio, regentado por el hermano de uno de
sus amigos. La técnica la aprendió rápidamente y aplicada a sus originales
diseños consiguió crearse una amplía clientela, entusiasmada con su particular
estilo.
Ela empezó
también a hacerse un hueco en las redes sociales y gracias a los contactos que
consiguió, comenzó un periplo de viajes por toda Europa residiendo
periódicamente en estudios de otros tatuadores con los que intercambiaba
experiencias, además de aumentar su clientela.
Uno de estos
viajes lo hizo a un estudio situado en Montmartre, del que le habían hablado
muy bien. Se trataba del estudio “Rouget el holandés” regentado por un tal
René. Su estancia allí propició entre ellos una profunda amistad que continuaría
a lo largo de su vida.
Cuando René se
fue a vivir a La casa de los tatuados
lo primero que hizo fue enviarle a Ela fotos del edificio, sus terrazas, los
murales, su recién estrenado estudio y le habló de la posibilidad de
trasladarse ella también. Quedaban viviendas libres y dada su sincronía,
incluso podrían compartir el enorme local donde tatuaba.
Ela tardó unos
meses en decidirse porque, aunque la idea le gustaba, no quería separarse de
Shaira con la que había iniciado una intensa relación. Le costaba pedirle que
la acompañase, dejando la ciudad en la que tenía su vida, pero tampoco quería
que la extensa franja de mar que habría entre las dos si se marchaba, enfriase
su relación. Finalmente, le contó sus planes que solo llevaría a cabo si se iban
juntas.
A Shaira le
entusiasmó el proyecto y ambas decidieron ir en vacaciones a pasar unos días
allí antes de decidirse. Al poco de llegar ya habían resuelto que se mudarían
definitivamente, lo más pronto posible.
Fue la mejor de las decisiones que podían
haber tomado y ahora se sienten felices compartiendo sus vidas en La casa de los tatuados, que cada día
cobra más vida gracias a todas las personas que se van incorporando.
Shaira
Nació en Praia,
capital de la República de Cabo Verde, situada en Santiago, una de las islas
del archipiélago frente a las costas de Senegal, considerada como uno de los
paraísos más emblemáticos de África.
Su madre era
natural de Morro, un asentamiento en el oeste de Maio, una hermosa isla
perteneciente al grupo de islas de Sotavento que prosperó gracias a la
agricultura, el pastoreo y la recolección de sal en los primeros días del
colonialismo.
Sus abuelos se
dedicaban a la agricultura de regadío, sujeta siempre a la irregularidad
cíclica de las lluvias y limitada con frecuencia por la escasez de agua. Tenían
junto a la casa una pequeña extensión de terreno, donde a base de trabajar duro
conseguían obtener una cosecha de maíz, fríjoles, calabazas y melones que
posteriormente venderían en el mercado. En la casa vivían también unas cuantas
gallinas y una cabra, que de niña fue la mejor compañía de su madre.
Su casa era muy
visitada porque su abuelo era considerado el chamán del pueblo, quien gracias a
su poder sobrenatural podía conectar con los espíritus para curar enfermedades,
predecir el futuro o incidir sobre las condiciones meteorológicas. Había
elegido una de las habitaciones para oficiar sus ceremonias y allí guardaba sus
objetos espirituales, que debían ser tratados con total respeto porque los
consideraba espíritus ayudantes en sus rituales.
Su abuelo le
decía a su madre desde niña, que estaba convencido de que ella había heredado
sus poderes y por ello pasaba largas horas explicándole la utilidad de cada uno
de los objetos: el tambor, para conectar con la energía de la madre tierra, la
sonaja, para viajar a un estado de trance o llamar al espíritu de los
ancestros, el plumajero, las piedras, los cristales…
Con el tiempo,
ya entrando en el final de la adolescencia, su madre sintió que su abuelo no se
había equivocado en sus predicciones y que también ella poseía esos dotes
sobrenaturales y pronto fue considerada bruja. Su fama se extendió con rapidez
y a ella acudieron no solamente los habitantes del pueblo, sino también gente
llegada de otros puntos del archipiélago.
A finales de
los años 70 llegó a Cabo Verde un grupo de cooperantes españoles que se
asentaron durante un tiempo en algunos lugares de la isla. La creciente escasez
de agua había limitado la agricultura de regadío y se trataba de suplir dicha escasez
mediante la construcción de infraestructuras para la movilización, el
suministro y el almacenamiento de agua.
Un equipo de
tres cooperantes se estableció en Morro, ocupando una vivienda próxima a la de
sus abuelos. La relación de vecindad facilitó que entre su madre y uno de
ellos, el que más tarde sería su padre, surgiese una amistad, que al poco
tiempo los convertiría en pareja.
Con la
finalización de las obras su padre fue trasladado a Praia, la capital y allí se
instalaron naciendo a los pocos meses Shaira. A su madre le costó mucho dejar
su pueblo y sobre todo a sus padres que ya eran muy mayores. Al partir, su
abuelo quiso que su madre se llevase todos los objetos espirituales que hasta
entonces habían compartido, para poder ella continuar con los rituales. A esas
alturas el nombre de su madre como bruja sonaba en muchos puntos del
archipiélago, por lo que no le fue difícil hacerse con una nueva clientela. Su
padre, con su mentalidad científica no creía mucho en lo sobrenatural, pero
respetaba las creencias de su madre.
Desde niña,
Shaira se sintió atraída por ese universo espiritual y por todos los mágicos
objetos que su madre atesoraba en una de las habitaciones, donde celebraba los
rituales. En las ceremonias que hacía dos veces por semana le gustaba estar
presente, sentada en silencio en una esquina de la habitación porque, aunque al
principio no entendía mucho de lo que allí se hacía, comenzaba a sentir esas
fuerzas y espíritus invisibles, que lejos de asustarle le procuraban un estado
de tranquilidad.
Cuando Shaira
cumplió los diez años, su padre fue nuevamente trasladado. Terminada la misión
en Cabo Verde, debía volver a España. A partir de ese momento trabajaría en una
de las sedes de Barcelona ubicada en el barrio del Raval. Allí se mudaron alquilando
una vivienda que encontraron cercana al trabajo.
Shaira se
integró con rapidez en su nuevo barrio. Era una niña extrovertida que pronto
encontró un grupo de amigos con los que jugaba en la calle al salir del
colegio. Su madre también esta vez halló la manera de seguir con sus rituales,
cuyo mayor cometido fue siempre ayudar a los demás, mediante su comunicación
con el mundo de los espíritus.
Estaba claro
que Shaira sería la siguiente bruja de la familia, quien continuaría lo que ya
inició su abuelo y después su madre. Ni siquiera el cambio de domicilio a un
país occidental pudo frenar su futuro como vidente, a lo que se dedicaría con
el paso de los años. Sus amigos la llamaban con cariño la brujilla y le pedían
muchas veces que les llevase a la sala donde su madre celebraba los rituales.
Sin embargo, la única persona a quien llevó a visitar la estancia y mostró los
objetos espirituales allí guardados, fue a su mejor amiga Ela, la hija de los
guineanos que regentaban en el barrio la tienda de tejidos africanos.
La amistad con Ela fue haciéndose más profunda
con el tiempo, fraguándose la atracción mutua que habían sentido desde niñas y
que fue evolucionando hasta convertirlas en pareja. Cuando Ela, que era
tatuadora, pudo disponer de un local no dudó en compartirlo con Shaira, de ese
modo, aunque todavía no viviesen en la misma casa, podrían pasar juntas la
mayor parte del tiempo.
Ela viajaba
bastante a otros lugares, visitando estudios de otros tatuadores. Fue a la
vuelta de uno de estos viajes a París, cuando le contó a Shaira que había hecho
mucha amistad con René un colega que tenía su estudio en Montmartre. Cuando más
tarde este cambió su domicilio a La casa
de los tatuados y le envió fotos reclamando su presencia, Ela le propuso a
Shaira vivir juntas esa experiencia. Shaira podría seguir con sus actividades y
ella compartiría el estudio de tatuajes con René.
El fijar allí
su residencia fue la mejor de las decisiones. Cuando llegaron, René se encargó
de completar los tatuajes que Ela había ido haciendo en el cuerpo de Shaira,
bajo la atenta mirada de unos ojos grandes que ya lucían en su pecho.
Enya
Enya nació en
Dakar capital de Senegal, donde su madre trabajaba como limpiadora en el museo Théodore Monod. No llegó a conocer
a su padre que murió de un ataque al corazón pocos meses antes de nacer ella.
Durante su infancia siempre estuvo muy apegada a su madre,
que era su única familia y desde muy niña supo cuál había sido su
dramática historia.
Su madre había nacido en un pueblecito al oeste de Mali, uno
de los países más pobres del mundo, cercano a la frontera de Senegal. Allí su
abuelo trabajaba en los campos de algodón en jornadas de más de doce horas, que
impedían que tuviese mucha relación con ella. Su abuela, una mujer sumisa fiel
a las tradiciones más ancestrales, cuidaba de la casa y de un pequeño huerto
que apenas les daba para subsistir.
De niña su madre era muy curiosa y un tanto rebelde, que no
entendía por qué tenía que aceptar todo lo que le imponían. Sus mejores ratos los
pasaba en la pequeña escuela del pueblo donde al menos pudo aprender a leer y
escribir.
Este inconformismo en aumento propició que, al filo de
cumplir los catorce años, edad en la que deberían practicarle la ablación de
los genitales, como ya lo había sufrido su abuela, huyese hasta poder cruzar la
frontera con Senegal. Después de muchas peripecias consiguió llegar a Dakar, su
capital, donde no le costó mucho encontrar trabajo en una de las casas
adineradas de la ciudad. Allí cuidaba a los niños y también realizaba las
labores de la casa, a cambio de un escaso sueldo y una habitación donde
alojarse.
A pesar de todo y aunque echaba de menos a sus padres, no
lamentaba la decisión que tomó en su día y que le había permitido ser dueña de
su vida. Únicamente contaba con una tarde libre a la semana que aprovechaba
para pasear, disfrutando de la sensación de libertad al poder al menos salir
por unas horas de su lugar de trabajo.
En uno de estos paseos por uno de los parques de la ciudad
conoció a su padre, empleado de los jardines, con quien coincidiría a menudo y
que terminaría siendo su esposo. Era un hombre tranquilo, con el que poco pudo
convivir porque a los dos años de casados, cuando su madre estaba en su sexto
mes de gestación, murió de un infarto. Cuando ella nació, su madre pudo
aguardar un corto periodo de tiempo sin trabajar, gracias a los pequeños
ahorros de los que disponía, pero que pronto resultaron insuficientes. Su
búsqueda incansable de trabajo culminó cubriendo una vacante en el servicio de
limpieza del museo Theodore Monod.
Cuando Enya no estaba en el colegio, muchas veces se quedaba
en casa de su vecina, al cuidado de su hija, y otras, su madre la llevaba con ella
al museo, donde se entretenía dibujando o jugando con Rob, el hijo de uno de
los conservadores con el que coincidía en ocasiones. También él perdería a su
padre años más tarde, lo que estrecharía el vínculo entre ambos. Sin embargo,
al poco tiempo se mudaría con su madre a vivir a París y se perderían
temporalmente la pista.
Todas las tardes que Enya pasó en casa de su vecina
propiciaron que con Asha, la joven que cuidaba de ella, se crease un fuerte
vínculo. Asha era una persona muy espiritual, equilibrada, a la que gustaba
practicar el yoga y que tenía en su habitación muchos libros sobre la India y
las medicinas alternativas. Todo ello fue despertando en Enya una curiosidad
que se acrecentó con el tiempo y dio lugar a que años más tarde viajasen juntas
a la India.
Allí pasaron dos años en los que además de practicar la
meditación y el yoga, conocieron en profundidad la medicina ayurvédica,
encaminada a conseguir el bienestar mediante un equilibrio de cuerpo, mente y
espíritu. Aprendieron a realizar los
masajes ayurvédicos, en los que con fines curativos combinaban manipulaciones
corporales con mezcla de aceites vegetales, para los que Enya demostró grandes
cualidades.
A su vuelta ambas se dedicaron a poner en práctica lo que
habían aprendido y en el piso de Asha daban clases de Yoga, así como masajes
ayurvédicos.
Sin embargo, Enya tenía otros propósitos: quería viajar a
Occidente. Había leído que ya se empezaba a hablar de la medicina ayurvédica y
que por tanto sería un buen escenario para continuar sus prácticas y contribuir
a su difusión.
De todos los países europeos, era Italia el que más le atraía
y la ciudad elegida fue Pisa, la capital de la Toscana. En un principio le fue
difícil ejercer de masajista y pasó varios meses trabajando de camarera en un
restaurante y viviendo en una habitación alquilada en un piso compartido. En
sus ratos libres se dedicaba a poner en calles y establecimientos carteles
anunciándose como masajista, pero nadie llamaba. Cuando ya casi había perdido
la esperanza de poder ejercer su verdadera profesión, recibió la llamada de una
chica que se dedicaba al masaje oriental y estaba buscando a alguien para
compartir el local que había abierto hacía unos meses y que sola no podía
atender.
Así fue como Enya y Aoi comenzaron a trabajar juntas. Enya
practicando el masaje ayurvédico y Aoi el oriental. La fusión de culturas
enriqueció a ambas que se hicieron inseparables compartiendo también un tiempo
más tarde la vivienda.
El azar quiso que un día navegando por internet, Enya
encontrase en un periódico digital un artículo que hablaba de La casa de los Tatuados. En las fotos
que acompañaban el reportaje creyó reconocer a Rob, su antiguo amigo de la
infancia con el que jugaba en el museo cuando vivió en Dakar. Al leerlo
confirmó sus sospechas y atraída por el proyecto decidió escribirle un correo
electrónico a la dirección que aparecía en el artículo.
A los pocos días recibió su contestación. Rob se alegraba
mucho de volver a saber de ella y la invitaba a visitarlos. La casa no quedaba
muy lejos de Pisa siguiendo la costa italiana, cerca de la isla de Elba. Enya,
acompañada de Aoi, visitaron más tarde la casa y como antes ocurrió con el
resto de sus miembros, quedaron fascinadas por el proyecto.
A las puertas del verano se mudaron a ocupar dos de las
viviendas que aún estaban vacías y uno de los locales de la planta baja para
transformarlo en un salón de masajes.
Enya nunca olvidó su pasado y siempre tuvo presente la
rebeldía de su madre cuando cambio el rumbo de su vida, al rechazar las tradiciones
más ancestrales. De ahí que más tarde Ela le tatuase una escalera ascendiendo
hasta su cuello representando la huida y unas cuerdas rotas en sus brazos,
significando la conquista de la libertad.
Aoi
Aoi, nació en
Tokio, la metrópoli más poblada de Japón y una de las mayores ciudades del
mundo.
Sus padres se
conocieron siendo muy jóvenes, trabajando en un restaurante cercano a la
concurrida estación de trenes, en el barrio de Shinjuku.
Cuando ambos se
incorporaron al restaurante se trataba de un negocio pequeño, de ambiente
familiar, en el que se servían platos de la cocina tradicional japonesa. Su
dueño no había heredado únicamente el local, sino lo que es más importante, las
recetas de muchos de sus platos. Entre ellos, destacaba sin duda el ramen, que
lejos de parecer una sopa sencilla, tanto su método de cocción como la elección
de sus ingredientes escondían muchos secretos.
A fuerza de
pasar muchas horas en la cocina y dado también el carácter afable y abierto del
dueño, que no dudo en ir compartiendo sus conocimientos culinarios,
consiguieron un mejor aprendizaje de la cocina japonesa, sobre todo de este
icónico plato, que si hubiesen estudiado en la mejor de las escuelas de cocina.
Al poco de
conocerse surgió entre ellos una fuerte atracción, que unida a la sincronía que
experimentaban a diario en el trabajo propició, que recién cumplidos los
veinticinco años, cuando ya llevaban nueve años como pareja, formalizaran su
relación, casándose y yéndose a vivir a una reducida vivienda próxima al
restaurante.
A los dos años
de su vida en común nació la pequeña Aoi. Desde niña destacó por su carácter
extrovertido y curioso, siempre dispuesta a aprender cosas nuevas. En el
colegio llamaba mucho la atención de sus profesores su insaciable sed de
conocimientos, sus constantes preguntas de las que nunca podía quedarse sin
respuesta.
Los dueños del
restaurante, que no tenían hijos, la acogían con cariño cuando sus padres no
tenían con quien dejarla y pasaba las horas en la cocina, curioseando los
platos y queriendo aprender también la receta de cada uno.
A medida que
fue creciendo se fue interesando cada vez más, por todo lo relacionado con las
artes marciales. Atraída por sus orígenes comenzó investigando acerca de los
samuráis, su filosofía y sus entrenamientos. La admiración por sus katanas le
llevó a practicar durante un tiempo el kendo, sobre todo por la utilización en
él de la legendaria espada samurái. Más tarde buscando un arte marcial más
pacífico y espiritual se interesó también por el Aikido, llegando a ser
cinturón negro.
No fueron las
artes marciales lo único que captaron su atención en esta búsqueda de saberes
antiguos, sino que también quiso aprender diferentes técnicas de masaje
japonés. Sobre todo, se hizo una experta en Shiatsu, una terapia de digito
puntura, combinación de técnicas de otros masajes orientales tradicionales.
Cuando los
dueños del restaurante murieron, su sobrino lo recibió como herencia. Dedicado
a los negocios inmobiliarios no quiso saber nada del restaurante y decidió que
le resultaría más provechoso económicamente especular con el terreno, cuyo
valor había subido considerablemente, que traspasarlo. Después de concederles
unos meses y una sabrosa indemnización para rehacer su vida, sus padres se
vieron privados de su trabajo en el restaurante, en el que habían estado más de
treinta años.
Por entonces ya
se había empezado a divulgar el éxito creciente de los restaurantes japoneses
en Europa, por lo que se plantearon emigrar a algún país europeo y abrir allí
el suyo propio, especializado en ramen.
El país elegido
fue Italia y la ciudad Pisa, donde años atrás habían emigrado unos parientes
lejanos que, aunque no se dedicaban a la restauración, podrían ayudarlos a su
llegada.
Los nuevos
comienzos no fueron fáciles. Después de alquilar y adecentar un local que
encontraron cercano al centro, consiguieron hacerse con una clientela capaz de
valorar su exquisito ramen, que fue en aumento hasta llegar a llenar muchos
días el restaurante por completo.
Aoi trabajó
duro junto a sus padres el primer año hasta que pudieron contratar a algún
empleado. Aunque los fines de semana, que era cuando había más clientela, les
echaba una mano en la cocina, el resto de la semana se dedicaba a buscar el
modo de poder ejercer lo que realmente deseaba que fuese su profesión: el
masaje oriental y más concretamente el Shiatsu.
Había
encontrado un local que podría habilitar para ello, pero su precio resultaba
demasiado caro, por lo que debía buscar a alguien más para compartirlo. Un
sábado por la mañana de camino al restaurante vio un cartel pegado en la
fachada, en el que una chica se anunciaba como masajista. Ella no quería
ofrecerse como paciente, pero a lo mejor podría ser la persona que estaba
buscando como compañera de trabajo.
Se puso en
contacto con ella y desde el principio se entendieron perfectamente. Enya, que
así se llamaba, practicaba el masaje ayurbédico, que había aprendido tras su
estancia en la India. Recibía a sus pacientes en la habitación que había
alquilado al llegar a Pisa, por lo que compartía con Aoi su interés por buscar
otro lugar, lo que les llevó a alquilar el local.
No sabían en
aquel momento que el destino les depararía un lugar mejor donde ejercer su
profesión: La casa de los tatuados.
Ocurrió cuando después de llevar un año compartiendo el local, casualmente Enya
la descubrió, a partir del reencuentro con un antiguo amigo de la niñez que
vivía allí. Ambas se desplazaron para conocerla y a su vuelta, entusiasmadas
con el proyecto, tomaron la decisión de mudarse lo más pronto posible.
Aunque Aoi ya
llevaba algún tatuaje, en la casa completaría más tarde toda la iconografía
oriental tan presente en ella desde niña. También les haría partícipes de sus
conocimientos culinarios y todos quedarían complacidos con su exquisito ramen.
Pola
Pola nació en
la Toscana, más concretamente en Pienza, una pequeña ciudad situada en el valle
de Orcia. Entre suaves colinas salpicadas de cipreses, viñas, olivos y un manto
de flores distintas según la estación del año, pasó su niñez y parte de su
juventud.
Su familia se
dedicaba a la artesanía. Su padre a la forja del hierro y su madre a realizar
todo tipo de accesorios de cuero. Su casa estaba situada en una de las calles
emblemáticas de la pequeña ciudad medieval, la vía del Casello, con sus
magníficas vistas de la campiña del valle de Orcia. Sus enormes proporciones
permitían albergar no solo la vivienda sino también los talleres en los que
trabajaban sus padres.
La habitación
de Pola estaba en el piso superior y desde su amplio ventanal tenía acceso a
unas magníficas vistas del valle. Su mesa estaba colocada frente a la ventana y
Pola se quedaba muchas veces absorta mirando el paisaje. Le gustaba, sobre todo,
al llegar la primavera, contemplar la explosión roja de los campos de amapolas
que cubrían con su manto la superficie ondulada del valle.
No es de
extrañar que en aquel entorno su mayor afición fuese dar paseos por el campo,
rodeada de naturaleza y agudizando los sentidos para percibir el aroma de la
hierba recién cortada, el sonido del viento e incluso el silencio que a veces
la envolvía.
Su estación
preferida era la primavera, cuando florecían los campos de amapolas. Muy
próximo a su casa había uno plagado de flores y allí pasaba muchas de las
tardes al salir de la escuela. Le gustaba sepultarse entre la hierba de modo
que las amapolas la envolviesen, sentir el cosquilleo de los pétalos y mirar al
cielo, que solía ser de un azul intenso. Tenía su pequeño escondite, donde
camuflado entre unas piedras guardaba algunos libros de poesía.
El amor por la
poesía comenzó a desarrollarse desde niña, cuando su madre le leía antes de
dormirse poemas de Gloria Fuertes, que a ella le gustaban más que los cuentos.
Cuando visitaba su campo de amapolas llevaba siempre un cuaderno donde además
de escribir algún poema hacía dibujos de las flores. Pronto pudo conocer su
naturaleza efímera al comprobar cómo iban perdiendo lozanía y se marchitaban en
pocos días. Cuando esto ocurría ella las recogía con delicadeza del suelo y las
iba depositando entre las hojas de su cuaderno.
Su conocida
obsesión por estas flores, determinó que su madre, de nacionalidad española y
muy apegada a su lengua de origen, que le enseñó desde muy niña, comenzase a
llamarla primero “amapola”, y más tarde simplemente Pola. Y este sería su
nombre sustituyendo al verdadero: Paola.
Su afición por
la artesanía comenzó pronto. Fabricaba colgantes con materiales procedentes de
los talleres de sus padres: trocitos de hierro fundido o recortes de cuero, que
decoraba con dibujos de pétalos de amapolas. Después los llevaba al colegio y se
los regalaba a sus amigas.
Cuando terminó
sus estudios en el instituto y unos cursos en la Escuela de Artes y oficios de
Pisa, en los que aprendió distintas disciplinas artesanales, se estableció en
Pisa como artesana. Sus piezas las vendía en la tienda de regalos en la que
trabajaba y también se inscribió en el colectivo de artesanos de la zona, para
participar en los mercadillos que se celebraban a lo largo del año recorriendo
la provincia.
Toda su
artesanía giraba en torno al mismo eje temático: las amapolas. Tanto sus
complementos de bisutería como sus carteras de cuero respiraban la misma
esencia que desde niña había ido inoculándose en su piel. Las etiquetas de sus
productos llevaban su firma “Pola”, en la que había sustituido la o por un gran
pétalo de amapola.
Aunque su
residencia la tenía en Pisa, le gustaba pasar el mayor tiempo posible en Pienza
donde, además de su familia, seguía conservando su habitación de niña y ese
paisaje tan querido en el que todas las primaveras volvían a florecer sus
queridas amapolas.
Una tarde
cualquiera de finales del invierno Pola recibió en la tienda la visita de una
chica que buscaba un regalo para su amiga. Tenía que ser algo muy especial y
había recorrido varios sitios sin encontrar ninguno que le satisficiera. Pola
le mostró los complementos de bisutería de su marca y ella no dudó en adquirir
entusiasmada un colgante, en el que aparecían tres amapolas envueltas por una
esfera de cristal. No fue la última vez que visitó la tienda, conociendo Pola más
tarde también a su amiga y fraguándose entre las tres una gran amistad. Parecía
que el colgante que compró la primera vez que visitó la tienda hubiese
anticipado lo que ocurriría después.
Ese futuro que
parecía estar ya escrito en la esfera de cristal, fue tomando forma el día en
el que sus amigas Enya y Aoi le contaron el proyecto de La casa de los tatuados a la que se mudarían a principios del
verano. Situada también en la Toscana le ofrecería un entorno diferente, con el
mar como protagonista, lo que podría ser una nueva fuente de inspiración.
Después de
visitarla con ellas un fin de semana, no quiso desaprovechar la oportunidad de
poder ocupar la única vivienda que quedaba vacía y también un espacio en la
planta baja donde montar su taller. De
este modo Pola se unió al proyecto e hizo el traslado unas semanas después de
llegar sus dos amigas.
Al igual que
ellas, Pola conectó enseguida con el resto de miembros de la casa y pronto los
tatuajes de amapolas fueron cubriendo su piel como sello indiscutible de su
identidad.
Portada y contraportada de "La casa de los tatuados"