Soñé..
Que recorría una carretera larga flanqueada por campos de
amapolas. El horizonte se perdía entre colinas violetas que se dibujaban sobre
un cielo encendido. Diseminadas en los campos, pinceladas de rojo reflejaban el
fuego de las nubes .
Como si se tratase de un espejismo, ante mi aparecieron dos
galgos sentados en medio de la carretera. Frené bruscamente atravesada por la
mirada de uno de ellos.
Salí del coche y al abrir la puerta, los galgos saltaron al
interior compartiendo apretujados el asiento del copiloto. Recuerdo a
continuación sentir en la piel el calor húmedo de sus lenguas, mientras
conducía de vuelta a casa. Una vez allí, ambos no se separaron de mí en ningún
momento, reclamando continuamente caricias.
Tras el cristal de la ventana se contemplaba aun el ocaso,
con ese cielo rojo encendido contrastando con el verde de los campos cuajados
de amapolas.
A pesar del calor de los animales, que no se despegaban de mí,
sentí frio. Me hice un café muy caliente y pude observar como el vapor que
emanaba, enmarcado por el círculo azul de la taza, formaba nubes que iban
cubriendo la habitación.
Me vi envuelta por las nubes que cubrían la estancia desdibujando sus contornos. Tenía la sensación de haberme elevado hasta llegar al cielo, acompañada de mis inseparables galgos.
Arropada por la bruma sentí una lluvia de caricias en forma de pétalos de amapola que caían pausadamente.
Poco a poco fui percibiendo, tras el telón de rojos confetis, como de las nubes iban emergiendo edificios de diferentes estilos arquitectónicos. Sus formas y colores se dibujaban con nitidez configurando un horizonte en continuo vaivén.
Las cúpulas de los edificios fueron recreando un paisaje que pronto reconocí como la ciudad donde vivía. Sentada en el suelo y apoyada en un muro, se acercaron unos gatos que, como anteriormente ocurrió con los galgos, reclamaban mis caricias.
Junto a mí había un cerezo cargado de frutas, cuyos tonos armonizaban con el rojizo del cielo. Las cerezas caían al suelo y su aroma embriagador despertaba en mí el deseo de probar su sabor.
Escuché un sonido de cristales rompiéndose y de nuevo me encontré en mi casa. A través de los vidrios rotos de la ventana pude contemplar el mismo entorno donde antes había estado. El cielo había pasado del rojo al naranja y al cerezo apenas le quedaban algunas frutas, pendiendo oscilantes de sus ramas casi desnudas.
El manto de pétalos de amapola que antes cubría la habitación se desplazaba ahora hacia el exterior a través de los huecos de los cristales. Las cortinas se ondulaban al ritmo de tres salamandras que, mimetizadas con el verde, bailaban nerviosas.
En el suelo, los gatos bebían de los rojos charcos que contemplé, al comienzo del sueño, en los campos de amapolas. Fue su intenso color cubriendo mi retina lo que me hizo despertar.