Sucesos inesperados
Voy a contaros en forma de relatos breves una serie de acontecimientos, recogidos de distintos testimonios, que ocurrieron de forma imprevista y que me resultaron sorprendentes por algún que otro motivo. La mayoría de ellos han llegado a mí descritos por los propios protagonistas, pero también ha habido alguno presenciado por un espectador anónimo que se encontraba allí en el momento oportuno. Por proceder de distintas fuentes me parece importante citar, en cada caso, al narrador del suceso.
Además de dar forma a los diferentes relatos, he intentado
recrear cada uno de ellos mediante una imagen, añadiéndoles ese grado de
subjetividad derivado de mi imaginación.
¿La sincronía existe?
Contado por: Raúl, un transeúnte ensimismado
Me llamo Raúl y soy uno de esos anónimos habitantes de una
ciudad de provincias. Me considero una persona muy rutinaria a la que le
complace tener bien organizada la agenda. Me gusta levantarme temprano, todos los
días a la misma hora, aunque no tenga que ir a trabajar, desayunar mientras
escucho las noticias de la radio y desplazarme en mi coche hasta mi lugar de
trabajo, una empresa ubicada en un polígono industrial de las afueras.
Los sábados por la mañana después del desayuno suelo salir
a dar un paseo por las calles de mi ciudad, recorriéndolas tranquilamente sin
otra compañía que mis pensamientos.
No tengo un itinerario establecido previamente, mi única
premisa es buscar calles poco concurridas en las que poder encontrar algún otro
transeúnte al que poder observar fugazmente, para posteriormente fabricarle una
vida ayudado por mi imaginación. De esta manera mi recorrido resulta muy ameno
y siempre aparece alguien, tarde o temprano, con quien poder fantasear.
Recuerdo especialmente lo que ocurrió en uno de esos
paseos:
Caminaba por una calle estrecha y larga, que siguiendo el
trazado ortogonal del barrio desembocaba perpendicularmente en otra de
similares características, pero algo más ancha, en la que la fachada de una de
las casas, recortada sobre el fondo, parecía un escenario.
Y allí estaban, como interpretando una escena o posando
para una fotografía, una pareja en sorprendente simetría mirándose con total
naturalidad. Su sincronía se acrecentaba
porque también los animales que los acompañaban, parecían haberse puesto de
acuerdo en sus posturas y en sus miradas coincidentes.
Me detuve poco antes de llegar y semioculto en la entrada
de un portal observé disimuladamente la imagen que parecía congelada. Solamente
percibí que pestañeaban al unísono tanto los gatos como la pareja, quienes
también apretaban lentamente sus brazos entrelazados.
Cuando pasé junto a ellos seguían inmóviles, ajenos a lo
que pudiese pasar a su alrededor y quise pensar que no se conocían, que fue un
encuentro azaroso y que tal vez aquello de que cada uno tiene su alma gemela
sería cierto y ellos estaban allí para demostrarlo.
Emocionado con mi propia historia y ajeno a todo lo demás,
no quise fijarme en que en la acera de enfrente una gran cámara sujeta a un
trípode dirigía hacia ellos su objetivo, ni tampoco en que al alejarme escuché
el eco de una voz que decía: Corten!! Lo tenemos!
El pasatiempo
Contado por: el gato Melón
Soy el gato Melón porque así me llamó mi compañero Matías (me niego a llamarlo amo) cuando me recogió en el mercado, un sábado por la mañana de un mes de junio, hace ya tres años.
Cuando Matías llegó al mercado, era ya tarde y los puestos
estaban en su mayoría cerrados. La basura, formada sobre todo por restos de
frutas y verduras que ya no podrían ser vendidas dada su avanzada madurez, se
acumulaba en el suelo esperando a que llegase el camión que la recogería sin
dejar rastro.
A mí me encantaba entonces merodear por aquellos montones
de basura y a pesar de que no solía encontrar algo apetecible (no soy
vegetariano), disfrutaba de los olores que desprendían ciertas frutas, siendo
el melón mi preferida, aunque entiendo que esto resulte algo paradójico. Tal
vez fue esta la causa de que al encontrarme Matías ese día tumbado panza arriba
entre los restos de dichas frutas, tuviese la idea de llamarme con ese nombre:
Melón.
Mi compañero Matías es un hombre muy casero que en cuanto
llega a casa se calza las zapatillas y el pijama y se sienta plácidamente en su
sillón, no sin antes proveerse de libros, periódicos y cuadernos que deposita
en una mesita cercana para no tener que levantarse en un buen rato. Allí
sentado pasa las horas leyendo y haciendo lo que él denomina “pasatiempos”. Me
suele contar de una manera automática lo que va haciendo en cada momento, por
ejemplo, me dice: Melón voy a leer algo de poesía que estoy melancólico o
mientras resuelve un pasatiempo, le escucho susurrar: hoy no va a haber sudoku
que se me resista.
Yo me subo de un salto al sillón y me siento sobre sus
piernas, a pesar de que el espacio sea un poco reducido y muchas veces no le
vea la cara porque su lectura se interpone entre nosotros. No me suele
interesar lo que en sus páginas aparece, porque tampoco lo entiendo, y me voy
acurrucando hasta dormirme, ajeno por completo a su entretenimiento.
Sin embargo, el otro día ocurrió algo que llamó de pronto
mi atención. En una de las páginas- barrera (como yo las llamo) pude ver algo
muy similar a un gato como yo. No era exactamente igual a la imagen que tengo
de mí mismo, que algunas veces he observado en el espejo, pero era tan
parecido. ¿Qué estaría tramando Matías? ¿Sería su forma de comunicarme algo? Mi
respuesta inmediata fue adoptar idéntica posición a ese gato silueteado con
insistentes líneas rojas. Estuve así un rato sin moverme esperando su reacción,
hasta que Matías cerrando su cuaderno de pasatiempos, me empujó suavemente con
él y me dijo: Ale vamos a comer!
Ahora, cuando me subo a sus piernas en lugar de sentarme
inmediatamente sobre ellas, me quedo en esa postura algo incómoda que aprendí
del cuaderno de pasatiempos: de pie con la cabeza levantada y la boca
semiabierta, hasta que Matías me acaricia el lomo y me dice: Melón no sé qué te
pasa de un tiempo a esta parte, anda siéntate y duerme un rato.
Creo haber entendido lo que quería decirme.
Fuera de pantalla
Contado por: Marc
Me llamo Marc y soy de Barcelona, ciudad donde vive mi familia y en la que suelo pasar, al menos dos meses al año, ya que no me gusta permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Mi trabajo como diseñador de videojuegos, me permite este ritmo de vida ya que puedo teletrabajar desde cualquier sitio.
Las pantallas comenzaron a ser mi universo desde niño. Con
siete años tuve mi primer ordenador compartido con mi hermano, aunque era yo
quien lo utilizaba casi exclusivamente. Él siempre fue, por decirlo de algún
modo, más “analógico”. Como gran aficionado al cómic y a las novelas de
aventuras se pasaba las horas leyendo, mientras yo no me despegaba del teclado.
Mi primera plataforma de videojuegos fue el ordenador,
interactuando con el teclado o el ratón para disparar a extraterrestres
invasores o, en modo más pacífico, ordenar las piezas del famoso Tetris. Más
tarde, alrededor de los doce años, descubrí el mundo de las videoconsolas
gracias a mi mejor amigo y vecino Enric. La proximidad del colegio a nuestras
casas facilitó que pronto pudiésemos volver solos y con la excusa de estudiar
juntos pasábamos en su casa la mayoría de las tardes. Mi amigo era para mí un
privilegiado que disponía de todos los avances tecnológicos concentrados en su
habitación, lo que, unido a la gran permisividad de sus padres, posibilitaba
que todas las tardes las dedicásemos casi exclusivamente, a nuestra común
afición.
El primer juego que nos enganchó en su recién estrenada
consola Nintendo fue el conocido Súper Mario Bross, quien nos mantuvo pegados a
nuestros asientos con sendos joysticks, quemando las tardes mientras
competíamos por hacernos con el triunfo. Gracias a nuestros auriculares podíamos
subir el volumen al máximo y eran nuestras voces lo que más se escuchaba. Sin
embargo, al estar solos en casa, ya que sus padres trabajaban por la tarde y
Enric tampoco tenía hermanos, nadie podía reprendernos.
Mi amigo era muy inteligente y a pesar de no dedicarle
mucho tiempo al estudio sacaba buenas notas, cobrando su recompensa de niño
consentido mediante el regalo de los últimos videojuegos que iban apareciendo
en el mercado.
Así pasamos esos años de colegio totalmente enganchados a
nuestro universo virtual. Afición que se mantuvo más tarde cuando fuimos juntos
al instituto. Época en la que probamos juegos de todo tipo, militaristas con
tramas enrevesadas, de futbol e incluso fuimos partícipes del paso de las sagas
míticas del 2D al 3D.
En mi casa, aunque no tenía videoconsola, jugaba en el
ordenador al juego de Los Sims que contaban había nacido de una idea peculiar
¿Qué verías en una casa de muñecas si levantases el tejado para curiosear?
Aunque más que un simulador de casa de muñecas era en realidad un complejo
simulador de vida.
Al terminar el instituto, mi amigo Enric se marchó a
estudiar a una universidad fuera de España y yo me quedé en mi ciudad, empeñado
en cursar aquellos estudios que me permitiesen en el futuro dedicarme
profesionalmente a la creación de videojuegos. Me matriculé en un centro
adscrito a la Universidad de Barcelona que fue pionero en ofrecer una formación
relativa al desarrollo de los mismos.
Allí pude aprender los conocimientos que más tarde me
permitirían hacer realidad ese sueño que había mantenido desde niño.
Me ayudó también a relacionarme con otros compañeros con
intereses similares a los míos, con los que trabajando en equipo elaboramos
algunos juegos para consola, móvil y Pc, ganando incluso un premio.
Antes de finalizar el último curso pude realizar las
prácticas en una de las empresas que tenían convenio con mi escuela. Guardo muy
buenos recuerdos de aquellos meses en los que completé mi formación y que
fueron mi trampolín para pasar pronto al mundo laboral.
Después de recorrer varias empresas y de adquirir la
experiencia necesaria, pude montar una empresa junto a mi antiguo amigo Enric.
Él había cursado estudios similares a los míos y ambos seguíamos compartiendo
lo que nos unió desde niños: la pasión por los videojuegos.
Nuestra idea era la de crear una empresa en la que ambos
pudiésemos teletrabajar, lo que nos permitiría no anclarnos a un lugar fijo.
Después de unos meses se materializó nuestro proyecto, compartiendo en
ocasiones el mismo espacio o haciéndolo cada uno de manera independiente,
aunque siempre conectados.
Nos repartíamos los distintos trabajos que nos surgían
considerando en lo posible las preferencias de cada uno. A Enric le gustaban
sobre todo los videojuegos de acción y deportes. Yo prefería los Arcade, donde
el usuario debía superar pantallas para seguir jugando, imponiéndole un ritmo
rápido y tiempos de reacción mínimos. También los de estrategia y aventuras que
exigían una mayor concentración para superar al contrincante.
Aunque pasaba frente al ordenador prácticamente todo el
día, disfrutaba de esa realidad paralela que yo mismo era capaz de crear y
manipular a mi antojo haciendo posibles mis fantasías. Mi trabajo me ha
conducido a un estado de ensoñación casi permanente, que me ha hecho vivir
situaciones tan insólitas como la que ahora paso a contar.
Estaba en pleno proceso de creación de un juego de
aventuras que se desarrollaba en una isla en la que sus habitantes se habían
visto forzados a vivir como supervivientes de un naufragio. Cada día que pasaba
les gustaba más su nueva vida y ya no deseaban ser encontrados, sino todo lo
contrario. Su estrategia era ahora mimetizarse al máximo con el terreno para
ocultar su presencia cuando los buscasen. Se movían desnudos por la pantalla buscando
la mejor manera de esconderse, sabiendo que, aunque cada vez sería más difícil
llegar hasta el final, valía la pena, porque quien lo hiciese tendría el
paraíso asegurado.
Pusieron tanto empeño en ocultarse que al sentir el sonido
de una avioneta sobrevolando la isla no dudaron algunos en traspasar los
límites de la pantalla invadiendo mi estudio. Sentí su presencia con tanto
grado de realidad que pasado el incidente tuve que contarlos para ver si alguno
aún seguía escondido en mi habitación.
Maleta sorpresa
Contado por: Joan y Pere
Nos llamamos Joan y Pere, ambos somos fotógrafos y vivimos en Barcelona. Nos conocimos en un viaje que hicimos a las Azores hace ya siete años, cargados con nuestros equipos fotográficos y con muchas ganas de aventura. Ambos como FreeLancer que éramos (y seguimos siendo) perseguíamos el mismo objetivo: conseguir un reportaje que poder vender o con el que hacer alguna exposición.
El tipo de fotografías que hacíamos era muy diferente. A
Pere le encantaba fotografiar paisajes y había trabajado sobre todo en
periodismo. Era un fanático del objetivo gran angular con el que podía ampliar
el ángulo de visión para obtener magníficas panorámicas.
A mí me gustaba utilizar sobre todo el teleobjetivo que me
daba la posibilidad de fotografiar personas alejadas, que al no sentirse en el
punto de mira de la cámara se desenvolvían con total naturalidad. También me
encantaba el objetivo macro porque me permitía acercarme tanto a esa realidad
que tenía delante que podía captar su esencia más profunda.
Lejos de competir nos admirábamos el uno al otro y nuestra
relación se fue afianzando de tal manera que a la vuelta del viaje decidimos
irnos a vivir juntos. Conseguimos hacer una exposición conjunta en la Fundación
Foto Colectania que obtuvo muy buenas críticas, lo que propicio que pudiésemos
seguir viviendo de nuestra pasión, la fotografía, aunque en ocasiones tuvimos
que combinarla con trabajos eventuales.
Nuestro objetivo era ahorrar para visitar Tailandia, lo que
pudimos hacer al cabo del tiempo. El viaje lo teníamos muy planificado y nos
habíamos marcado un recorrido por las diferentes islas, donde podríamos
disfrutar de los paisajes, la comida y sobre todo hacer muchas fotografías.
El viaje finalizaría en Phuket una pequeña cala ubicada en
la península de Koh Phi Phi, donde visitaríamos la playa de los monos. Allí podríamos
acceder en barco y ocupar nuestro día en realizar un gran reportaje como remate
final del viaje.
Llegamos hasta la playa tras una corta travesía y cargados
con nuestras mochilas nos dirigimos caminando hasta la cala. En una de ellas
llevábamos las cámaras y la otra estaba destinada a ropa y algunos alimentos
que nos pudiesen hacer falta a lo largo del día.
Los monos estaban por todas partes, nos asediaban al caminar
y cuando nos dispusimos a comer casi no pudimos hacerlo porque nos arrebataban
la comida allí donde estuviera, incluso de nuestras manos. Al final desistimos de
seguir comiendo y aprovechamos para captar instantáneas de los simpáticos
monitos que no paraban ni un momento.
A última hora de la tarde cogimos el barco de vuelta y nos
dirigimos al hotel para hacer el equipaje ya que regresábamos al día siguiente.
Llegamos tan cansados que las mochilas quedaron allí medio abiertas, sin sacar
todo su contenido, y las maletas preparadas, pero sin cerrar para poder meter
por la mañana alguna cosa de última hora.
El viaje de vuelta transcurrió mejor de lo que esperábamos,
sin retrasos ni ningún problema en el aeropuerto. Llegamos a nuestra ciudad
después de casi quince horas de viaje y a pesar de tener que realizar varias escalas
no recogimos nuestras maletas hasta llegar a Barcelona. Una vez en casa caímos
rendidos hasta la mañana del día siguiente.
Cuando ya levantados, aunque un poco groguis aun por el
Jet Lang, nos dispusimos a abrir las maletas y sacar el equipaje, escuchamos un
agudo ronroneo procedente de una de las maletas. Al abrirla con cierto recelo
vimos como la ropa que estaba en la superficie tenía un ligero abultamiento que
se desplazaba con lentitud modelando su relieve. Asustados y perplejos no éramos
capaces de reaccionar ni de mover la ropa para adivinar que se ocultaba debajo.
De pronto tras un gritito más agudo vimos como asomaba la cabeza un monito, que
fue emergiendo de una sudadera por el hueco de la cremallera entreabierta,
hasta sentarse y saludarnos levantando los brazos a la vez que nos hacía burla
sacando la lengua.
De un salto se enganchó al cuello de Pere restregando la pelona
cabecita por su barbilla. Estaba claro que el monito tailandés sería desde ese
momento uno más de la familia.
Muchas veces nos hemos planteado la hipótesis de como
nuestro Poquet (así se llama) llegó hasta aquí encerrado en la maleta. Pensamos
que pudo meterse en una de las mochilas el último día de nuestro viaje cuando
visitamos Phuket y de esa forma llegó hasta nuestro hotel. Por la noche saldría
de la mochila y se acomodaría en una de las maletas, entre la ropa y…una vez
cerrada la maleta …rumbo a España.
No lo vieron en los controles del aeropuerto cuando
facturamos la maleta, debieron confundirlo con un peluche…oh…no sabemos.
El caso es que se ha acomodado muy bien a su nueva vida y
cuando Pere va al mercado lo primero que compra son los mejores plátanos que
encuentra para nuestro Poquet
Después de la lluvia
Contado por: dos flamencos
Somos una pareja de flamencos cartageneros que vivimos en una de las salinas en torno al Mar Menor, más concretamente en las Salinas de San Pedro del Pinatar. Aquí llevamos casi la mitad de nuestra vida, cerca de veinte años. Durante este tiempo hemos visto como este paraje se ha ido deteriorando y ligado a este hecho nuestra población ha ido disminuyendo poco a poco.
Nosotros nacimos en las Salinas de Marchamalo, otra de las
salinas situada al comienzo de la Manga, más cerca de Cabo de Palos. Allí
vivimos bastantes años, pero tuvimos que emigrar ya que cada vez encontrábamos
menos alimento, debido a la irregularidad hídrica y también a que pronto se
empezó a llenar de gente paseando, en ocasiones, con perros sueltos que nos
atemorizaban.
No obstante, volvimos allí durante la época de la pandemia,
debido a la ausencia de humanos confinados por el estado de alarma. Fue
entonces cuando recobramos un territorio tranquilo en el que ni siquiera se
escuchaban los molestos ruidos de los coches. También hubo una explosión de
insectos en el agua, seguramente por la baja salinidad del agua ya que el
paraje estaba semiabandonado y nadie se preocupó de desaguar la laguna tras las
intensas lluvias del invierno y la primavera. Estas circunstancias nos
permitieron vivir una de las mejores épocas de nuestra vida ya que teníamos
abundante alimento y mucha tranquilidad.
Sin embargo, cuando llegó la normalidad para los humanos
nuestra situación volvió a empeorar y regresamos a las Salinas de San Pedro del
Pinatar, que nos ofrecían mejores condiciones de vida y en las que seguimos
viviendo.
En las épocas de crianza, entre finales de febrero y
principios de marzo, siempre hemos buscado en ese entorno zonas alejadas e
inaccesibles para construir nuestros nidos y así preservarlos hasta el mes de
julio en el que nuestras crías salían ya volando.
Nunca hemos sido muy viajeros, aunque si nos complace la
visita de otros flamencos que llegan de distintos lugares como Elche, Albacete
e incluso Francia, y que suelen permanecer aquí cortas temporadas, aunque esto
sucede cada vez menos.
Nuestra laguna se ha ido deteriorando y cada vez es más
difícil sobrevivir en ella. Desde que nuestro pequeño trocito de mar comunicó
hace ya bastantes años de manera artificial con el inmenso Mar Mediterráneo,
nuestra biosfera se ha ido transformando poco a poco, los fondos marinos ya no
están limpios, hay mucha contaminación debido a los vertidos agrícolas y han
desaparecido muchas especies que antes eran nuestra fuente de alimentación.
También la temperatura del agua ha subido considerablemente y se ha alterado su
salinidad.
Con este panorama cada vez somos menos los habitantes de
este mar tóxico que antes fue un edén.
A pesar de que siempre sentimos recelo respecto al humano,
sobre todo si es ruidoso e invasivo y no respeta nuestros espacios, con el paso
del tiempo nos fuimos acostumbrando a la presencia de uno de ellos. Era un tipo
silencioso que caminaba a diario siguiendo siempre el mismo recorrido. Iba
despacio, bordeando la laguna sin apenas hacer ruido, seguramente para no
molestarnos con su presencia. En ocasiones se detenía y nos observaba durante
un rato, sentado en un minúsculo taburete que a su vez hacía las veces de
bastón. Su presencia no nos incomodaba en absoluto, ya que a diferencia de
otros de su misma especie pasaba totalmente desapercibido fundiéndose con el
paisaje.
Para nosotros formaba
ya parte de ese entorno en el que cada día se hacía más evidente el deterioro.
Con el paso del tiempo, también su actitud pareció aclimatarse a este cambio,
lo veíamos cada vez más taciturno, con expresión triste y ademanes cansados.
Ahora pasaba más tiempo sentado en su taburete, contemplando el paisaje con
semblante lánguido y tristón y en ocasiones nuestras miradas se cruzaban
estableciendo un breve contacto visual.
Gracias a su actitud, poco a poco fue ganando nuestra confianza
acortándose la distancia entre nosotros. Sin embargo, todavía pasaría algún
tiempo hasta conseguir un acercamiento más íntimo, lo que sucedió de manera
imprevisible uno de esos días.
Nuestro visitante llegó a media mañana. Hacía un rato que
había cesado la lluvia, aunque el cielo continuaba de un tono gris plomizo
amenazando tormenta. Con aire cansado, después de dar un corto paseo, se
descalzó y se sentó en el taburete, dejando su calzado junto a él. Al momento
lo escuchamos sollozar débilmente y observamos como al ir aumentando su lloro,
de sus ojos cerrados salía un abundante mar de lágrimas. Sentimos entonces la
necesidad de estrechar la distancia que nos separaba y nos fuimos aproximando
hasta rozar nuestros cuerpos, sumergiendo las patas en las cálidas lagunas de
lágrimas que se habían formado en el interior de sus botas.
Al notar nuestra presencia tan cercana poco a poco sus sollozos fueron remitiendo al tiempo que crecía un fuerte vínculo entre nosotros. Nunca pensamos que esto pudiese suceder con un humano, pero así fue. Desde entonces estamos atentos y cuando lo vemos cada día acercarse a la laguna nos unimos a su paseo y aunque caminamos en silencio, es suficiente para comunicarnos.
Lo que trajo el viento
Contado por: Marcelo el porteño
Me llamo Marcelo y soy argentino, más concretamente “porteño”. Allí nací, hace ya treinta y muchos años, aunque llevo más de la mitad de mi vida viviendo en Valencia. Mis recuerdos bonaerenses me trasladan a la casa en la que viví hasta que con mis padres me trasladé a España. Estaba situada en el antiguo barrio portuario de La Boca, el que decían fue la cuna del tango, habitado en su mayoría por inmigrantes de distintos orígenes. Se trataba de un entorno muy animado en el que podías encontrarte al caer la tarde parejas bailando frente a los restaurantes esperando una propina. En sus calles jugábamos al futbol, orgullosos de nuestra Bombonera, el estadio del Boca Junior, que se convertía en un hervidero los días de partido.
Mi padre era inmigrante griego y mi madre era una auténtica porteña.
Él había nacido en Parikia, una pequeña ciudad costera de Grecia, donde trabajó
de soldador en un taller desde muy joven. Cuando el negocio cerró y se quedó en
la calle decidió abandonar su tierra y marchar a Buenos Aires, animado por un
primo suyo que había emigrado unos años antes y trabajaba en una empresa del
astillero. Fue allí donde también mi padre encontró trabajo y estuvo más de
diez años, hasta que el fantasma del cierre volvió a aparecer y esta vez fue a
España donde partió, en esta ocasión acompañado por su familia.
Mi niñez fue una
etapa feliz, sin problemas, en la que disfrutaba jugando al futbol con mis
amigos, saliendo de excursión, viendo horas y horas la televisión y siendo un
alumno que nunca tenía que estudiar en verano asignaturas suspensas. En mi
barrio había un único colegio público donde nos juntábamos la mayoría de niños,
pero al finalizar esta etapa escolar nos desperdigábamos por distintos centros
más o menos alejados para cursar la secundaria. Era difícil, por tanto, volver
a coincidir todos y ese cambio en el comienzo de la adolescencia supuso para mí
un auténtico drama.
El instituto de
educación secundaria que eligieron mis padres estaba muy cerca de la panadería
donde entonces trabajaba mi madr, así, al menos al principio, podría irme
acompañado por ella y todo resultaría más fácil. Sin embargo, no coincidí con
ninguno de mis antiguos amigos, a los que ya solo podía ver los fines de semana
y poco a poco mi carácter fue cambiando y me convertí en un muchacho
introvertido.
Aunque mi rendimiento escolar había bajado respecto al
colegio, seguía aprobando todas las asignaturas para complacer las exigencias
de mis padres, pero las clases me aburrían y me sentía desmotivado. Para paliar
el tedio que me consumía me dedicaba a dibujar, siempre que podía, personajes
inventados en los que descargaba todas mis emociones.
Mi timidez me impedía integrarme en los distintos grupos de
clase porque tampoco encontraba un vínculo que me ayudase a hacerlo. Mis padres
estaban muy preocupados y en una de esas reuniones mi tutor les dijo que sería
muy positivo que me apuntase a alguna actividad extraescolar que me resultase
atractiva y así conseguir motivarme y también poder hacer amigos con intereses
comunes a los míos.
Casi por complacerlos me inscribí en un taller de comic dos
tardes a la salida de las clases. El taller duraba dos horas y lo impartía un
tipo con pinta estrafalaria, muy delgado con una perilla pelirroja, que incitó
mi curiosidad desde el principio. No era
profesor del instituto sino un dibujante de comic que, aunque había conseguido
publicar algunas de sus historias, no le daba lo suficiente para poder vivir
por lo que impartía también talleres y realizaba ilustraciones por encargo.
Su taller me gustó mucho desde el principio porque en él no
solo dibujábamos, sino que mientras lo hacíamos a veces nos soltaba frases del tipo: ..”muchachos
las ideas son como moscas volando a tu alrededor que hasta que no les das un
manotazo y las estampas en la mesa no son tuyas”.
Siempre nos decía que la técnica la podíamos aprender con mayor
o menor esfuerzo, pero que, si después no teníamos nada que contar de poco nos
había servido aprenderla, por eso más que enseñarnos a dibujar su objetivo era
ayudarnos a plasmar nuestra imaginación en el papel.
Cuando ya llevaba unos meses me decidí a enseñarle al
profesor los dibujos de los personajes que había estado haciendo desde que
llegué al instituto y quedó fascinado, lo cual evidentemente, viniendo de una
persona a la que admiraba, hizo que aumentase mi autoestima.
Gracias a aquel taller había encontrado amigos con intereses
comunes con los que incluso compartía muchas mañanas de sábado, en las que nos
reuníamos con el profesor para hacer distintas actividades, como la de dibujar
al aire libre en un parque muy grande que había cerca del instituto.
Cuando ya parecía que mi vida había entrado en una nueva
etapa, un día de marzo cuya fecha recuerdo porque fue una semana después de mi
cumpleaños, mis padres con semblante muy triste me comunicaron lo que para mí
fue la peor de las noticias: después del verano nos iríamos de Buenos Aires. La
multinacional donde trabajaba mi padre cerraba definitivamente y le habían
ofrecido trabajo en una filial española con sede en Valencia, mejorando incluso
su salario. De aquella mi madre ya no trabajaba tampoco en la panadería por lo
que era la única solución.
Llegué a Valencia con quince años y mi vida transcurrió
mejor de lo que había imaginado. Terminé la secundaria, estudié BBAA y terminé
siendo profesor de Dibujo compaginándolo con mi labor de dibujante de comics.
Siempre llevé a Buenos Aires en el corazón y si bien mantuve el contacto con
alguno de mis compañeros del taller, de mi querido profesor no volví a saber
nada a pesar de que intenté localizarlo por distintos medios.
Sin embargo, a veces el azar te juega una buena pasada como
fue mi caso…
Hace tres veranos me decidí al fin a viajar a Buenos Aires, viaje
que había ido posponiendo por diferentes circunstancias. Quería hacer después
una novela gráfica acerca de mi vida durante aquellos quince años que pasé allí,
por lo que pensaba recorrer mi antiguo barrio, mi colegio y por supuesto mi
antiguo instituto.
El último de los días quise revivir una de aquellas jornadas
de sábado en las que con nuestros cuadernos de dibujo íbamos al parque con el profesor.
Allí cada uno dibujaba lo que quería, la mayoría árboles centenarios, aunque yo
prefería retratar a los personajes que me llamaban la atención.
Esa mañana hacía mucho viento, las ramas de los árboles se
movían arrojando sus hojas al suelo. Caminaba absorto buscando un banco donde
sentarme, cuando noté que mi bufanda alzada por el viento se había enganchado
en algo. Al girar levemente la cabeza, en un gesto mecánico, no me podía creer
lo que estaba viendo. Una larga barba gris se enroscaba en mi bufanda por la
fuerza del viento y al levantar la vista reconocí a su dueño. ¡Era mi profesor!
Estaba más envejecido, pero su mirada era la misma de entonces. Su antigua
perilla pelirroja era ahora esa larga barba canosa, gracias a la cual nos habíamos
encontrado de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a perder el contacto. A él
dediqué mi novela gráfica cuando la publiqué el año siguiente.
No tengo nombre, pero me podéis llamar reloj de cocina que fue como me llamaron cuando llegué a esta casa.
En ella viven también otros de mi misma especie, pero dado que no podemos
movernos, a no ser que compartamos habitación, nuestra vida es de completo
aislamiento. Nuestros antepasados se comunicaban por el tic tac que hacían sus
manecillas, pero desde que vivimos en la era digital, ya no se escuchan
nuestras voces.
Llegué al que es ahora mi hogar, después de ser adquirido en
una de esas macro tiendas en la que ya llevaba esperando bastantes meses. La
primera vez que un comprador caprichoso se fijó en mí, tras observarme desde
todos los ángulos posibles, me devolvió indeciso a la mesa, con mi consiguiente
frustración.
Después de un tiempo en la sección de novedades, cuando ya
quedábamos unos pocos y era más difícil que nos adquiriesen, nos trasladaron a
otro lugar: la planta de liquidaciones, donde nos tuvimos que apretar en un
estante junto con otros objetos, en auténtico desorden.
Aburrido y un tanto deprimido permanecía allí sumido en un
obligado letargo, hasta que una tarde a última hora, cuando ya estaban apagando
las luces y los altavoces anunciaban el cierre, escuché una voz junto a mí que
decía: Nos vendría bien “éste” para la cocina. ¡Lo cojo! Supe que “éste “se
refería a mi cuando al instante me dejaron caer en el carro de la compra,
mezclado con otros objetos que peleaban por hacerse sitio en tan reducido
espacio.
Sin embargo, desconfiado como soy, no fue hasta que
avanzando por la cinta de la caja llegué a una de las bolsas de compra, cuando
tomé conciencia de mi nueva situación, que ratifiqué al día siguiente al verme
ya en mi nuevo emplazamiento: la pared de azulejos blancos de la cocina.
Esa misma mañana me insuflaron vida mediante un par de
pilas, necesarias para el funcionamiento de nuestros corazones, desde hace ya
varias generaciones. Nuestros antepasados analógicos poseían un mecanismo
manual para poner en funcionamiento sus engranajes y esta acción de “dar
cuerda”, qué había que hacer frecuentemente, era imprescindible para
mantenerlos con vida. Ahora, con las pilas, el humano se puede despreocupar
durante un tiempo de esa dependencia diaria.
Me considero afortunado por ser aun de esos relojes que yo
llamo “con expresión”, me refiero a aquellos que aún conservamos nuestras
manecillas. Pienso que el humano progresivamente nos ha ido simplificando y esa
evolución para nosotros ha sido más bien una castración. Primero comenzaron
eliminando algunos de los números, dejando que las manecillas tuviesen que
adivinar donde señalar el lugar correcto, después les tocó desaparecer también
a ellas y ahora muchas de nuestras pantallas se han reducido a luminosos
escenarios digitales con demasiada información.
Las manecillas son mis brazos que, al estar en continuo
movimiento, van expresando minuto a minuto mis emociones. Tengo momentos de
euforia, cuando dan las 12 y coinciden en lo más alto, puedo aliviar mis
tensiones al abrirlos en un ángulo de 180 grados y también reflejan mi
cansancio, en el instante en que a las 6,30 caen desplomados.
Mi calendario de emociones lo desconocen los humanos que
viven conmigo. Tampoco yo sé mucho de ellos porque pasan en el salón la mayor
parte del día y únicamente suelen estar en la cocina por las mañanas durante el
desayuno. Ese es para mí el mejor momento del día, cuando la habitación cobra
vida. Ellos hablan, sus gatos maúllan reclamando alimento y de fondo, la radio
con las noticias. Lo malo es que dura poco y al rato me vuelvo a quedar sin
compañía.
A las 9,15 suelen terminar su desayuno, justo en el momento
en que practico uno de mis estiramientos. Después, de nuevo a solas con mis
pensamientos, que solo se ven interrumpidos cuando entra algún gato y me
entretengo observando sus movimientos.
Una de esas mañanas estando allí reunidos, ella de pronto
dijo: cada día me gusta más este reloj. ¡Pienso que quedaría mejor en el salón!
Allí no tenemos ninguno y aquí en cambio podemos mirar la hora en la pantalla
del transistor.
No me lo podía creer. Al fin iba a dejar de estar solo
tantas horas al día, ya que no vería únicamente a los gatos, que estaban allí
permanentemente, sino también a los humanos cuando estuviesen comiendo,
descansando o viendo la televisión. En ese nuevo entorno tendría la distracción
asegurada.
Al escucharlo no pude contener mi alegría y fruto de la
emoción una de las manecillas salió volando, el 12 estuvo a punto de caerse de
la esfera, moviéndose en un rítmico vaivén y el resto de números planeando como
confetis con aire festivo por la habitación hasta aterrizar en la mesa. Mis
humanos y también los gatos observaron atónitos el espectáculo y a pesar del
aparente desastre recomponerme fue sencillo, ni siquiera tuvieron que recurrir
a las instrucciones.
El incidente creo que sirvió para que tomaran conciencia de
mi auténtica naturaleza y desde ese día noto que tanto ellos como los gatos me
miran de otra manera. A mi antiguo nombre le he tomado cariño, así que sigo siendo
reloj de cocina.
Me llamo Manu, soy estudiante de último año de veterinaria y vivo en un piso que comparto con otros tres compañeros de mi misma facultad desde que comenzamos nuestros estudios. Establecimos contacto a través de las redes sociales, en el verano previo al comienzo del curso y desde entonces seguimos juntos. Nuestro piso es pequeño, solamente tiene dos habitaciones, pero estas son amplias y tienen ventanas al exterior.
Vivimos en la periferia de Madrid, en uno de esos barrios en
los que conviven edificios de los años setenta, como es el caso del nuestro,
con otros más recientes que son como colmenas apuntando al cielo. Nuestra calle
es una de las más concurridas. En ella se concentran sobretodo bares que han
ido envejeciendo con sus propietarios, donde te sirven bocadillos y tapas en un
ambiente que conserva el olorcillo de la castiza fritanga.
En un principio elegimos este lugar porque el precio de los
alquileres era considerablemente más bajo que en el centro y realmente era lo
único que nos podíamos permitir. Sin embargo, con el tiempo le hemos ido
tomando cariño y nos sentimos muy a gusto. Aquí pierdes un poco el anonimato y
terminas estrechando los lazos con sus moradores. Tus vecinos, al ser pocos, ya
que el edificio únicamente tiene tres alturas, terminan conociéndote y te
saludan cuando te los encuentras, como también lo hace el dueño de la frutería
o el del bar cuando te sirve lo que él afirma ser la caña más fresca de todo
Madrid.
Otro de los puntos a su favor es indudablemente la gran
población gatuna que te encuentras cuando paseas por la calle. Son gatos de los
que se ocupa una protectora que formaron hace unos años gente del barrio. Así
como en otros lugares los vecinos se sienten molestos con su presencia, aquí
conviven en perfecta armonía. La mayoría no son asustadizos y se dejan
acariciar con total confianza.
También nosotros comenzamos a colaborar con la protectora a
los pocos meses de vivir aquí. En un principio ayudando sobre todo al reparto
de comidas y más tarde, al avanzar nuestros estudios, también en la clínica
veterinaria.
Nuestra implicación fue aumentando hasta tal punto que
prácticamente todo nuestro tiempo libre lo pasábamos en la protectora. Una de
nuestras tareas más necesarias era encontrar casas de acogida en las que los
gatos viviesen temporalmente hasta poder ser adoptados. Aunque algunos vecinos
se ofrecieron, el número de hogares resultaba insuficiente y fue entonces
cuando decidimos ofrecer el nuestro, sobre todo para aquellos que precisasen
más cuidados.
De esta forma nuestra casa se fue llenando de gatos con los
que convivíamos en perfecta armonía. La mayoría llegaban en bastante mal estado
y necesitaban cuidados específicos, curas, medicinas etc, pero salían adelante
y era muy gratificante ver como día a día iban mejorando.
Mi dedicación felina fue en aumento con el paso del tiempo y
se convirtió casi en una obsesión. Establecí tal vínculo con ellos que cada día
pasaba más horas en su compañía, ya fuese en la protectora o en casa. Dormía
con ellos, jugaba con ellos, les ponía sus platitos de pienso en la mesa cuando
comía solo e incluso imitaba sus maullidos en un intento de hablar su idioma.
En esa época una mañana me sucedió algo que aún recuerdo…
Era un sábado de principios de Julio. Aunque los exámenes ya
habían terminado, yo no tenía, al menos de momento, planes de viaje y además
los gatos me necesitaban allí, porque a pesar de que mis compañeros podrían
ocuparse de ellos durante mi ausencia, mi vínculo había llegado a ser tan
fuerte que me consideraba imprescindible para su supervivencia.
El calor ya había comenzado a apretar y únicamente muy
temprano o al anochecer se podía salir a la calle sin miedo a derretirse. Así
que esos eran los momentos del día en los que aprovechaba para atender a mi
colonia gatuna. Cargado con el pienso y las garrafas de agua recorría el barrio
rellenándoles las toberas y comprobando que los refugios donde se cobijaban
siguiesen en buen estado. Tardaba aproximadamente dos horas en terminar mi
tarea. Al entrar en mi calle hacía una breve parada para tomar un café con unas
cuantas porras en el bar de Paco y después volvía a casa.
Uno de esos días, cuando ya estaba llegando, en el comienzo
de mi calle vislumbré a lo lejos que no estaba desierta, como era habitual dada
la temprana hora. Aunque no podía precisarlo con exactitud me pareció ver a
unas cuantas personas bailando en la acera. A medida que me fui acercando y con
gran sorpresa, comprobé que todas ellas en mayor o menor medida se habían
metamorfoseado en gatos. Una con gran apariencia felina se me acercó y al
acariciarla ambos movimos nuestras orejitas peludas. Asomados a las ventanas de
mi casa vi también a mis compañeros convertidos en teriomorfos que maullaban
animadamente.
Mis amigos y mi psicólogo a los que se lo he contado,
coinciden en que fue un episodio fantasioso que experimenté fruto de mi estado
obsesivogatuno de aquellos días. Yo les sigo la corriente, pero lo que ellos no
saben es que, en mi cabeza, oculto debajo del pelo, aún conservo el rastro de
mis orejas peludas de cuando fui gato.
Necesito un cielo
Contado por Fátima (empleada de hogar)
Me llamo Fátima, soy marroquí y llegue a España hace cinco años. Una de mis mejores amigas había emigrado antes que yo y después de un largo periplo consiguió trabajo como empleada de hogar (aunque yo diría más bien criada) en Marbella, una ciudad costera de Andalucía, donde según me decía en sus cartas había muchos ricos y bastantes posibilidades de trabajo.
Ambas habíamos
aprendido algo de español en el último curso del instituto, lo cual nos
facilitaba el acceso a un empleo. A menudo, cuando hablaba con ella, me animaba
a que viajase hasta allí, donde podría trabajar, como ella, para los dueños de
la enorme mansión, siempre necesitados de mucho personal de servicio.
Al fin me decidí y con lo que tenía ahorrado pagué mi viaje
a Marbella y acudí directamente a la casa, donde mi amiga me había concertado
una entrevista con la dueña, que me ofreció, a mí también, un trabajo de
empleada de hogar. Mi salario, en un principio, sería como un trueque: ella me
proporcionaría el alojamiento y la manutención a cambio de mi trabajo como
interna los siete días de la semana. Allí tendría todo lo necesario para vivir,
por lo que tampoco necesitaba disponer de algún día libre para salir y siempre
habría algún rato, cuando hubiese realizado todas las tareas encomendadas, en
el que podría pasear por el jardín que rodeaba la casa. Si estaban contentos
conmigo, con el tiempo, podría cobrar algo de dinero para cubrir mis caprichos
(así los llamó).
Acepté sin rechistar, entre otras cosas porque tampoco
tenía dinero para volverme a mi país, con la esperanza de que las cosas
mejorasen, intentando ver el lado bueno, dado el espíritu optimista que desde
niña me ha caracterizado.
Cumplía mi trabajo lo mejor que podía, limpiaba las
habitaciones, los múltiples cuartos de baño, sacaba brillo al suelo hasta
parecer un espejo y así transcurrían todos, absolutamente todos los días de la
semana.
Aunque la casa estaba rodeada de un gran jardín, pocas
veces podía salir a disfrutar del aire libre porque ni siquiera los domingos
encontraba horas libres para hacerlo. Ese día eran muy frecuentes las visitas
de los amigos y si salía al jardín era para ayudar a servirles la comida.
Nuestra presencia allí, fuera de las tareas de servidumbre y disfrutando de un
rato de ocio, hubiese afeado el entorno, por lo que era mejor que estuviésemos
dentro de la casa mientras no nos necesitasen.
Fue en uno de esos domingos en que los señores y sus
amigos, ya finalizada su comida y la sobremesa, dormitaban un buen rato en el
jardín relajados sobre sus hamacas, procurándome a mí durante ese rato un
merecido sosiego, cuando ocurrió un suceso que he guardado en mi memoria y que
paso a contar…
El hecho sucedió en una de las habitaciones de la casa que
se encontraba en el segundo piso. Se trataba de una estancia rectangular,
bastante estrecha, que sobresaliendo del cuerpo del edificio quedaba exenta,
como suspendida en el aire. La pared frontal era de cristal por lo que el
paisaje que se veía detrás, formado por una pequeña parte del jardín y un sinuoso
horizonte, se integraba en la habitación.
Era el lugar preferido por mi señora, para practicar yoga
todas las mañanas. Carecía de puerta y en ella únicamente había una alfombra y
una pequeña mesita donde tenía un hervidor, tazas y su colección de cajitas de
infusiones.
Esa tarde de domingo fue una de las contadas ocasiones en
las que pude colarme allí, puse en marcha el hervidor para prepararme un té muy
caliente con hierbabuena y me senté en el suelo frente al cristal para
contemplar el paisaje.
Me llamaron la atención sobre todo las nubes que parecían
danzar sobre la línea de horizonte. Eran muy blancas, de textura algodonosa,
contrastando con un cielo de un color grisáceo. Al fijar la vista en ellas
contemplé como avanzaban hacia mí en una especie de danza lenta, atravesaban el
cristal, y se introducían por las paredes y el techo, dejando únicamente un
rastro de gotitas de agua.
Me puse en pie, desplazándome lentamente por la estancia
porque necesitaba acercarme a ellas, rozarlas y sentir su textura suave al
introducir mis manos en su interior. En esta especie de ensoñación pasé un
largo rato, desperté de ella cuando al mirar hacia el suelo vi que del hervidor
salía un gran chorro de vapor que iba formando pequeñas nubes que flotaban en
la habitación.
Absorta en la
contemplación del paisaje, no me había dado cuenta de que el agua debía estar
hirviendo ya un buen rato y que incluso podría haber ocurrido un percance. Pero
en esta ocasión, se impuso mi lado irracional y agradecí que el acontecimiento
me hubiese procurado un rato de felicidad que duraría poco, porque al momento,
ya escuché como me llamaban para encomendarme alguna tarea. Ni siquiera me dio
tiempo de tomar el té, pero eso era lo de menos.
El cuaderno
Contado por: Eva, una visionaria
Me llamo Eva y vivo en Jaca, una localidad de la provincia
de Huesca que me resulta perfecta para realizar mi mayor afición: el
senderismo. Me gusta perderme por caminos poco transitados en los que poder
disfrutar del paisaje. En mis salidas, que suelo hacer en solitario, siempre
llevo en la mochila una antigua polaroid, un cuaderno y un estuche con
distintos útiles de dibujo.
Camino disfrutando del recorrido, atenta a lo que me rodea.
Cuando algo me llama la atención, un paisaje, un árbol, una piedra, un insecto…
necesito atrapar su imagen, fijarla antes de que desaparezca de mi retina. Para
ello utilizo la polaroid (me encanta la estética de este tipo de fotografías),
me detengo un rato para hacer un dibujo e incluso empleo ambos recursos para
captar lo mismo.
Cada imagen la acompaño de la fecha, lo cual es muy
importante para mí, porque me ayuda a llevar una especie de diario gráfico de
mis paseos.
Fueron mis padres quienes de niña me inculcaron el amor a
la naturaleza y me enseñaron a mirar la realidad con cierta subjetividad.
Solíamos salir todos los domingos y mientras caminábamos, cada uno trataba de
descubrir una imagen con la que sorprender al resto. Así por ejemplo mi padre
decía: acabo de ver un señor calvo con la boca abierta en ese árbol y mi madre
y yo mirábamos tratando de descubrirlo. Cuando cansados parábamos a descansar
nos solíamos tumbar mirando al cielo y también allí dejábamos volar nuestra
imaginación, tratando de encontrar formas en las nubes.
Muchas de estas vivencias recuerdo que intentaba
recomponerlas después haciendo dibujos en mi cuaderno, pero a veces sentía un
poco de rabia al no recordarlas con la exactitud que me hubiese gustado. No sé
si esto ayudaría más tarde a crearme la necesidad de fijar al momento las
imágenes que me seguirían sorprendiendo en mis continuos paseos, mediante el
dibujo o la fotografía.
Esta costumbre mía ha hecho que a lo largo de los años haya
ido acumulando un gran número de cuadernos que he ido colocando ordenadamente
en una estantería de mi habitación, en los que han quedado almacenadas un
sinfín de imágenes.
Cierto día que trataba de desplazar un poco la estantería
para dejar espacio a una nueva mesa que había comprado, uno de los cuadernos en
cuya portada ponía 2020 cayó al suelo. Sentí entonces una gran curiosidad por
revisarlo, para recordar lo que viví ese año.
Al abrirlo observé como la mayoría de sus páginas estaban
en blanco y únicamente figuraba la fecha. Esto tenía una explicación, ya que
fue uno de los años en las que vivimos la dichosa pandemia del Covid19.
Estuvimos un periodo de tiempo confinados y después se nos permitió salir unas
pocas horas de casa. Solo entonces pude recuperar mis paseos, aunque más breves
y sin alejarme mucho, pendiente del reloj debido al toque de queda.
Al caer el cuaderno, quiso la casualidad que una fotografía
en la que había apuntado 16 de octubre, se desprendiese de su interior, lo que
captó inmediatamente mi atención, invitándome a examinarla. En ella aparecía un
paisaje otoñal en el que se veía un extenso campo donde se apilaban difuminados
multitud de árboles vestidos con colores otoñales. La imagen estaba bastante
desenfocada y la imprecisión de los contornos creaba un grado de abstracción
que ayudaba a establecer diferentes interpretaciones. Me llamó especialmente la
atención uno de los árboles situados en primer plano en el que pude ver algo
más que un tronco.
Busqué entre las páginas del cuaderno la correspondiente a
la fecha de la fotografía, por si ese mismo día hubiese realizado algún dibujo
que me ayudase a definir mejor el recuerdo.
Y tuve suerte, ahí estaba reflejando el mismo paisaje, pero con algunas
diferencias: la imagen había cobrado
nitidez, los árboles estaban perfectamente perfilados y para mi sorpresa, el
que estaba en primer plano, mostraba ahora de una manera clara lo mismo que
antes había creído ver en la fotografía: una imagen de mi misma fundida con ese
árbol milenario, horadada por sus raíces saliendo de mi cuerpo.
Este suceso imprevisto me hizo reflexionar y llegar a la
conclusión de que esa subjetividad con la que desde niña aprendí a mirar lo que
me rodeaba, siempre había sido para mí la auténtica realidad.
Contado por: Sayang, inmigrante indonesia
Me llamo Sayang y llegué a este país procedente de Bali siendo casi una adolescente. Todos mis recuerdos de la niñez se grabaron en mi con tanta intensidad que, a pesar de haber transcurrido ya más de quince años, siguen presentes en mi memoria.
Aparecen con
frecuencia en mis sueños, donde vuelvo a recorrer las montañas volcánicas, las
playas, los arrecifes de coral, reviviendo así los años tan felices que pasé en
la isla. Uno de mis sueños recurrentes es aquel en el que estoy tumbada sobre
la arena, en la orilla de una de las playas, sintiendo la llegada de las olas
cansadas bañando suavemente mis pies. Es de noche, una noche en la que el cielo
no es negro, sino de un color azul ultramar intenso donde brillan multitud de
estrellas y una tímida luna menguante. Observo el firmamento en su totalidad girando
la cabeza de un lado a otro y después intento detenerme en aquellas estrellas
que brillan más. Como en un zoom vertiginoso voy acercándome tanto a ellas que
su luz cegadora me despierta.
Al despertar tomo conciencia de la realidad, de una vida que
no es la que soñaba y que transcurre en un país que me resulta hostil y en el
que me sigo sintiendo extranjera. Entonces deseo que el día, con su habitual
monotonía, pase rápido a la espera de que la noche me devuelva al mundo de los
sueños.
Nada me hacía presagiar lo que acontecería una de esas
mañanas …
Era lunes, otro lunes más, en el que desperté sobresaltada
por el timbre agudo del despertador, saliendo medio dormida de la cama para
dirigirme a la ducha con los ojos semicerrados, luchando por retomar ese reciente
sueño recurrente, que al irse difuminando apagaba las estrellas que antes tanto
brillaban en el firmamento.
Cuando entré en el cuarto de baño no quise encender la luz.
Frente a mí, enmarcado por la ventana circular de la pared, podía contemplar un
trocito de cielo oscuro en el que aún no se adivinaba el amanecer. Abrí el
grifo mecánicamente y casi a tientas me metí en la bañera dejando caer el agua sobre
mi piel. A pesar de tener los ojos semicerrados, poco a poco fui sintiendo una luz
de intensidad creciente sobre mis párpados, lo que me obligó a ir abriéndolos
progresivamente. Fue entonces cuando pude contemplar una lluvia de estrellas a
mi alrededor que provenían del difusor situado en lo alto de la ducha y caían
formando guirnaldas, hasta chocar con el agua de la bañera y quedar flotando en
su superficie. Sentía también como salpicaba en mi espalda el agua del mar, entrando
a borbotones por el cristal roto de la ventana, que la fuerte embestida de las
olas había provocado.
No sé cuánto duró aquello, porque cuando abrí los ojos por
completo me encontraba ya vestida, terminando mi café y dispuesta a salir
corriendo para llegar puntual al trabajo. Mientras viajaba en el metro, que
desde mi barrio de la periferia me llevaría al restaurante donde trabajaba
todos los días de la semana, iba pensando si aquello que acababa de vivir sería
otro de mis sueños o si por una vez la realidad se habría puesto de mi parte.
Nota: Sayang significa cielo en indonesio.
Un mar naranja
Contado por: Marina
Me llamo Me llamo Marina y mi nombre no es una casualidad. Mis padres me lo pusieron porque el mar siempre ha estado presente en sus vidas. Mi familia desde hace unas cuantas generaciones ha vivido en la costa de Almería y más concretamente en el municipio de Nijar. Mis bisabuelos y más tarde también mis abuelos se establecieron en un pequeño pueblo llamado Los Escullos, dedicándose como la mayoría de sus habitantes a la pesca.
Me llamo Kabrablue y digo “me llamo” porque es el nombre que he elegido para mí, aunque no todos lo conozcan y ni siquiera mis amigos me llamen así.
Kabra hace alusión
a mi carácter inquieto y lo de blue,
no es porque el azul sea mi color preferido, sino más bien por la asociación
con el mar, que tan vital lo considero para mí.
Ambas cosas creo que ya las tenía presentes desde la
infancia, que transcurrió en Valencia, mi ciudad natal. Recuerdo que era una
niña traviesa, a la que le gustaba saltar, correr y todo lo que implicase
actividad. A la salida del colegio mi abuela nos recogía y nos llevaba a un
parque muy grande que había cerca de mi casa, los Viveros, y allí ni siquiera
era capaz de sentarme a merendar, sino que prefería seguir jugando, aunque
muchas veces el bocadillo fuese a parar al suelo. Era la única forma de quemar
energía para que al terminar el día cogiese la cama con ganas. Este “no parar”
fue tan inherente a mí que incluso, cuando algunos domingos por la tarde me
llevaban al cine, junto a mi hermana y unas cuantas amigas del barrio, tenía
que abandonar la butaca varias veces durante la proyección con la excusa de ir
al baño, porque no aguantaba tantas horas sentada, con el agravante de que en
una misma sesión solía incluir dos películas.
También mi niñez la recuerdo ligada al mar, a la playa de
las Arenas donde pasé junto a mi familia muchos domingos de verano. Era un día
de auténtica fiesta en el que de buena mañana nos desplazábamos en el trenet,
que era el tren de vía estrecha, hasta allí volviendo a última hora del día. Me
encantaba el mar y esperaba ansiosa el momento del baño, repitiendo a mis
padres siempre la misma pregunta. ¿Ya puedo? ¿Ya? ¿Ya es la hora? Pero de poco
servía mi insistencia porque había que respetar las tres horas de la digestión.
Las primeras cabras en las que me fijé, al margen de algún
rebaño que pudiese haber visto anteriormente en el pueblo donde pasaba los
veranos, fue en el zoológico que había en el parque de Viveros. El espacio en
el que vivían los animales era bastante reducido y la mayoría estaban en jaulas
pequeñas. Recuerdo que me daban pena los osos enormes que siempre estaban como
danzando inquietos, balanceando sus cabezas detrás de las rejas. En cambio,
había un espacio acotado bastante grande, cercado por una alambrada, en el que vivían
las cabras. Era la parte del zoo que más me gustaba porque las veía saltar,
moverse inquietas, disfrutando de mayor libertad de la que pudiesen tener los
animales enjaulados. Muchas veces se acercaban a la valla y aunque por la
distancia no podía tocarlas, alargaba mi brazo para intentarlo respondiendo
ellas a veces con un movimiento de cabeza.
Aunque no recuerdo muy bien en qué momento exacto adopté mi
nombre, creo que fue a partir de un viaje a Marruecos en el que terminé de
enamorarme de las cabras. En esta ocasión fue al verlas trepando con facilidad
a los árboles de argán, donde permanecían mientras comían haciendo difíciles
equilibrios. Aquella imagen se quedó
grabada en mi retina y creo que fue el detonante para que quisiese introducir
de alguna manera a esas Kabras (que
hora escribiría con K) que había amado desde niña y con las que en cierta forma
me identificaba.
Dado que nunca he podido tener una cabra real, al menos de
momento, he coleccionado distintas representaciones de ella en forma de
objetos: figuritas, peluches.. y de forma casi inconsciente cuando voy de viaje
siempre estoy atenta por si da la casualidad, que encuentro alguna en cualquier
tienda. Aunque no sé por qué no es fácil, parece un animal maldito. Hay ovejas,
cerditos, burros…y otros animales de granja, pero nada de cabras. Aun así, he
podido conseguir unas cuantas que forman parte de la reserva Kabrablue.
En algún momento ambas palabras kabra y blue se
asociaron, como no podía ser de otra manera y si dibujaba una kabra la coloreaba de azul. Era como
retratar a mi otro yo, ese que aparece cuando más lo necesito.
Mi parte racional dice que esa dualidad está en mi cabeza,
un mero producto de mi imaginación y que no puede materializarse, pero se
equivoca ya que la vi en una ocasión y puedo contar el suceso que fue real o
así lo creo.
Tengo una moto vespa en la que viajo siempre sin llevar
ningún pasajero. Me gusta ir así, a solas con mis pensamientos. Aquella tarde
salí a última hora de mi estudio, ya anocheciendo, en el que había estado durante
varias horas escribiendo un relato, que acompañado de un dibujo sería el
capítulo final de “Sueños poliédricos”.
Se llamaba “Soñé con nubes y kabras”
En el relato yo viajaba en un avión y a través del cristal veía una nube con
forma de cabra, salía del avión, volaba después en un globo y al aterrizar esa
kabra, que ya era azul, me acompañaba en un viaje en el que ambas íbamos
estrechando nuestra conexión hasta fundirnos en un lacrimoso final, que hubiese
sido perfecto si mi yo racional no hubiese añadido después la duda de si todo
había sido un sueño.
Cuando cogí la moto para volver a casa, todo seguía en mi
cabeza. Circulaba por un camino que bordeaba la autovía y que tomaba en
ocasiones para evitar el tráfico, al pasar por un bache noté que no iba sola,
sino que llevaba a algún pasajero que se apretaba contra mí y me rodeaba con su
brazo, seguramente por miedo a caerse. Al mirar por el retrovisor vi su silueta
azul perfectamente reflejada. Creo que se debió bajar en marcha, porque cuando
llegué al garaje de mi casa ya no estaba.